Como siempre, Tim Burton sigue insuflándole vida a unos mundos hechos a base de retazos de cultura popular. Después de una obra musical en Sweeney Todd, un cuento infantil en Alicia en el País de las Maravillas, una biografía bastante libre de Ed Wood, las tarjetas intercambiables de ¡Marcianos al ataque! (sí, esa película está basada en unas trading cards), la parodia amable del cuento y las transposiciones de Mary Shelley en el corto Frankenwheenie (ya hay película), un cómic en Batman, un ídolo infantil que ya había tenido serie y obra de teatro en La gran aventura de Pee Wee, etc; después de todo eso, Burton demuestra en Sombras tenebrosas que es uno de los pocos directores capaces de crear algo nuevo a partir de productos ya consumidos y regurgitados sin caer en el homenaje fácil o el mero pastiche hueco. El último opus del realizador de El hombre manos de tijera toma como referente una serie de la televisión norteamericana de los 60 (y vuelta a hacer en los 90) nada vista en la Argentina, aunque es fácil suponer que de la serie queda poco y nada. La película tiene el sello burtoniano (para bien y para mal) en cada personaje y en cada plano, y es fácil adivinar que la serie seguramente constituyó para el director algo así como un paisaje sobre el cual ir a buscar materiales nuevos con el fin de apropiárselos y contaminarlos hasta convertirlos en los colores del cuadro lúgubre que, salvo por algunas variaciones, parece ser el mismo de todas sus películas.
Quizás por tratarse de un cine claramente posmoderno, que no conoce límites espaciales o temporales, Sombras tenebrosas puede asentarse en los 60 y apropiarse de sus marcas más distintivas (la música, la ropa, las costumbres) sin demasiada dificultad. Pero esto no es un simple rejunte de lugares comunes de la época, porque lo que hay, además, es un tiempo fuera de sí, enloquecido, que no termina de cuajar con la mansión y sus habitantes de película de terror que la película toma como centro. Burton sale poco del caserón: la acción transcurre mayormente entre los vapores de decadencia y abulia que caracteriza a los Collins y los signos del presente (como las canciones) resultan objetos anacrónicos tan extraños como los propios protagonistas. Esa es la principal pirueta del director, el crear un mundo y unas gentes con tanta carnadura que terminan opacando la Historia, que la deforman y la tornan algo tan extraño y curioso como un vampiro que vuelve a la vida después de doscientos años; así, con esa sensación de perplejidad, observamos a los hippies que, a su vez, parecen divertidísimos y muy inquisidores con la joven protagonista al comienzo (aunque para nosotros, ya ubicados cerca del personaje, ella nos resulte familiar y los extraños sean ellos).
Una muestra del respeto con que Burton trata a sus personajes es la forma en que se hace cargo de sus rasgos más terribles; no importa lo simpático y noble que pueda parecer Barnabas, la película cuenta su escape y vuelta a la vida de la manera más cruda y horrible posible: Barnabas mata a todos y cada uno de los obreros que descubren accidentalmente su ataúd y la cámara se mantiene cerca de él, no escamotea nada ni intenta hacer humor con eso. Lo mismo, aunque de otra manera, pasa en la larga escena con los hippies: después de que los personajes llegan a conocerse y entenderse y se crea un clima de fraternidad entre raros (un vampiro de hace dos siglos dialoga con los extraños por elección de ese tiempo), el protagonista les pide perdón y dice que tiene que matarlos; de nuevo, lo violento de la resolución de la escena y la fatalidad de la decisión de Barnabas rompen salvajemente el tono que se había construido y nos recuerdan la tragedia de su historia.
El sello burtoniano, decíamos arriba; para bien o para mal. La belleza tétrica y los freaks queribles de las películas de Tim Burton no alcanzan a hacer olvidar algo fundamental: su cine, como el de muchos otros directores del presente, se levanta más sobre la imagen y su pasado en vez de hacerlo sobre la observación del mundo. No es que haya que pedirle lo mismo a todas películas (sería ridículo), pero de a ratos se percibe cierta volatilidad en Sombras tenebrosas, como si la sencillez absoluta con que el director recorre la época y maniobra un montón de referencias (a la misma época, a su propia filmografía) terminaran por configurar un cine liviano, etéreo al que parece faltarle un sostén más firme. Viendo Sombras tenebrosas uno tiene la sensación de que los personajes podrían (si el director lo quisiera) habitar otro tiempo incluso más distinto del nuestro; es el problema con el cine que atraviesa tantos límites, que de tanto cruzar fronteras y recorrer el mundo, queda gravitando sin anclar nunca en ninguna parte. De todas formas, Burton siempre encuentra alguna forma de fijar su cine en una geografía más o menos precisa; podrá no tratarse de un lugar o un período específicos, pero el universo hecho de fragmentos de películas de terror, cómics, televisión y literatura gótica que suele pintar su cine ya es una suerte de espacio construido sobre el que se puede edificar toda una obra. Ese es el sostén de su cine: el universo burtoniano hecho de retazos que, a fuerza de habilidad, dedicación e insistencia del director, ya representa una porción indiscutible de la historia del cine.