En Buenaventura, Colombia, donde diariamente se mueven millones de dólares en mercancía, la vida cotidiana es miserable, las bandas criminales atraen a los jóvenes a una vida al margen de la ley. En medio de esta situación, Harvey y sus tres amigos, campeones locales de baile urbano, sobreviven como pueden mientras encuentran la manera de escapar de la realidad que los rodea. Deciden participar en el campeonato nacional de baile urbano que se realiza en la ciudad, donde se escuchan los sonidos del Pacífico y los beats del hip-hop latino. Con el mismo argumento de cientos de películas musicales y productos de diferente de nivel de complejidad, Somos calentura no sobrepasa de ninguna manera la absoluta medianía del género y se estanca en una catarata de sonidos estridentes y situaciones sin interés alguno. Lo único a rescatar son algunas escenas de baile, pero incluso allí se ve que el montaje oculta las falencias y es curioso que justo en el momento más impactante haya saltos de continuidad, algo que en medio de este caos visual no debería notarse. Curiosidad aparte, la película es coproducción con Argentina y un cartel de Cine argentino aparece la comienzo.
Hay veces que el cine registra de una manera precisa un momento exacto de la contemporaneidad. Muchas veces esa exactitud se la busca en trabajos de investigación y documentales, volviendo una vez más a esa eterna discusión acerca del cine de documentación versus el cine de ficción y de quién tiene la verdadera potestad sobre la “realidad”. Sin artificios y con la firme convicción de tomar del mundo del baile para hablar de cuestiones urgentes en la región como el sometimiento, el abuso de poder, la militarización de las fuerzas de seguridad, Jorge Navas en “Somos Calentura” (2018) construye un doloroso relato sobre la resiliencia de los más pobres en momentos críticos. En un pueblo arrasado por el neoliberalismo, un joven y sus amigos se animan a competir en un concurso de baile callejero para obtener un premio que les permita cambiar sus destinos, o, al menos es lo que ellos creen. Esa puede ser una lectura rápida de la película de Navas, una película que comienza con imágenes de lo que podría ser un apocalipsis, una horadada zombie, pero no, es la historia de un grupo de personas que desean cambiar cuanto antes su realidad. En esa presentación, para nada ingenua, que dialoga con muchas de las más recientes películas latinoamericanas que denuncian el constante abuso de la clase dominante y los políticos para con los más vulnerables, hay un interés por posicionar al espectador en la escena como un extraño. Harvey, el protagonista, también es un extraño allí, desnudo, deberá volver a su casilla a dar explicaciones, a resumir rápidamente el porqué de su ausencia, algo que Navas, por suerte, prefiere dejar al margen de la aventura que luego asumirá al bailar. Entre el realismo y la crudeza de las imágenes urbanas, de esa ciudad multiétnica que es dominada por policías y fuerzas corruptas, hay momentos de puro goce visual en cada uno de los números preparados por los grupos que se enfrentan. El director se mete en el escenario, baila con la cámara a la par de cada coreografía realizada, y con cada peldaño alcanzado y superado, desliza comentarios sobre sus personajes de una manera tangencial. Entre el universo del placer, del goce, del derroche, el carnaval de los cuerpos, del baile, de la música, Navas elige mostrar esos ritmos como escrituras de una resistencia. No por nada hace ya cientos de años Rabelais se rebelaba contra el orden imperante, con la descripción de las fiestas populares en donde el goce era todo. Aquí Navas hace lo suyo, con esta épica de luchadores que se esfuerzan en la pista de baile y en la de la vida por salir adelante, por alcanzar sueños inimaginados, y, por sobre todo, disfrutar, que para sufrir y llorar, tienen la eternidad.
Un vigoroso e impactante filme colombiano de una zona portuaria muy pobre, donde el narcotráfico es moneda corriente, la corrupción cosa de todos los días, y el baile y sus batallas de concurso una promesa de salida de un mundo acotado por la violencia, la pobreza y el destino aparentemente fijado. Como una verdadera explosión de energía, los bailes de hip hop combinados con las raíces afrolatinas y tradiciones colombianas da como resultado unas danzas llenas de energía, actitud, maravillosos bailarines e historias de amor y pobreza, pertenencia y venganza, como alguna vez lo mostró “Amor sin barreras”. Solo que aquí casi no hay tiempo para los sueños o el romanticismo. La acción se acelera entre competiciones, filmadas de manera arrebatadora y sensual, con profesionales que son verdaderos atletas del ritmo y la plasticidad. Ellos están impulsados por odios, tiros, mafiosos y policías que quieren a los pobres a su servicio. Todo ocurre en la ciudad portuaria de Buenaventura, cuando un grupo de amigos trata de zafar de su destino de carne de cañón a través del baile, del grupo “Buenaventura mon amour” que busca escalar posiciones en desafíos mostrados en todo su esplendor de cuerpos en movimiento. Y aunque la trama por momentos se simplifica entre buenos y malos, lo que sucede entre tanto ritmo tiene una frescura, un sentido tan genuino que gana al espectador con la explosión de tanta energía y tanta injusticia naturalizada.
BAILANDO, QUE NO ES POCO En Argentina somos residentes de nazis. México, tacos, jardineros… Francia es la Torre Eiffel. Inglaterra es el país donde provienen la mayoría de los villanos. Durante los 80’s, los países de Centroamérica eran dictaduras que representaban una amenaza de terrorismo, cuota que ahora cubre Oriente Medio. Lo cierto es que parte del cine made in Hollywood ha sabido construir etiquetas de distintos lugares, incluso del mismo. Pero lejos de parecer un tema de Manu Chao, el acto en cuestión que nos convoca es Somos calentura. La película no le esquiva al prejuicio de Colombia: contrabando, sicarios, inseguridad. Construye en base a ello como contexto, aflorando su rica cultura en danza y diversos ritmos que están en boga en los últimos años, con el puerto de Buenaventura representando los peligros mencionados anteriormente. Allí, Harvey y sus amigos conforman el grupo de danza “Buenaventura Mon Amour”, uno de los favoritos a ganar un campeonato nacional de baile urbano, y obtener la oportunidad de salir de aquel lugar sin futuro. El protagonista es un padre de familia en búsqueda de estabilidad económica, la cual puede encontrar fácilmente mediante el contrabando, vendiendo su alma al Diablo, aunque prefiera arriesgar en la competencia. El director, Jorge Navas, proviene del videoclip y, acostumbrado a las coreografías, logra crear el clima adecuado en colaboración con el montajista, Gustavo Vasco, que venía trabajando con el recordado Luis Ospina. Las escenas durante la competencia de baile no sufren del corte rápido para crear la sensación de ritmo y rapidez. Somos calentura cuenta a su favor con que sus actores son bailarines y coreógrafos. En palabras de John Landis: “si dirigís a alguien que sabe bailar, lo único que resta es documentarlo de pies a cabeza”. Eso cuenta desde Fred Aistaire y Ginger Rogers, pasando por Michael Jackson, hasta la estrella del momento. Uno es espectador de una genuina batalla de coreografías, acompañada de un fuerte ritmo de hip-hop, combinado con el sonido local. La trama en paralelo, sobre el contrabando, y cómo nuestros protagonistas terminan siendo partícipes, oxigena a aquella persona que no es tan amena a tanto baile. Buenaventura es un paraíso, preso de una amenaza que no se oculta de día y donde la policía, en algunos casos, también es cómplice. Somos calentura asume una triste realidad que acarrea el país latinoamericano, pero también reconoce su rica cultura, basándose en ritmos originarios y actuales, cómo uno puede ver al inicio. Dicha unión, finalmente se utiliza como contrarrespuesta. El cine colombiano ha sabido plantar bandera a través de Matar a Jesús (2017), El abrazo de la serpiente (2015), Karen llora en un bus (2011) y más ejemplos. Pese a la pérdida de un gran exponente cómo Luis Ospina, dicho cine no queda desamparado, surgiendo nuevas miradas que lo mantienen en marcha.