Lo que primero que surge cuando uno ve la película de Che Sandoval es algo así como la pregunta del millón: ¿Por qué en la Argentina no habrá comedias así? El director chileno le escapa al costumbrismo ramplón como a la peste, pero tampoco es que intenta convencernos de que ese humor culposo presente por ejemplo en el cine de Larraín es la garantía de alguna forma secreta de sofisticación que desconocemos. Sandoval construye una película robusta donde la comicidad no funciona como vía de escape a una sarta de males establecidos con mano de hierro desde el guión con la complicidad del espectador, sino más bien como si fuera algo así como el ADN que constituye el motor de una catarata prácticamente incesante de situaciones a cual más disparatada. El personaje principal es un cuarentón medio desaliñado, abandonado por su esposa y su hijo y al que algunos le dicen Naza por su afición a la cocaína, que se cree galán aunque no pegue una pero que tiene sin embargo el orgullo de un dandy y se comporta por momentos como si lo fuera. La película, que en ocasiones hace acordar a una especie menos automática de After hours, no tiene bajones de ritmo ni escenas de transición y avanza a toda velocidad, en lo que parece la forma más feliz y amigable, pero también más precisa, de mostrar la caída libre de un tipo que se resiste al descenso con uñas y dientes. Soy mucho mejor que vos sugiere (y demuestra) que se puede contar una historia con un personaje un poco desagradable, un poco necio y un poco torpe y que resulte al mismo tiempo interesante. La película de Sandoval (director de la también recomendable Te creís la más linda pero erís la más puta) está bien filmada, bien actuada y musicalizada de un modo exquisito y representa parte de la avanzada chilena de un cine de aspecto industrial que no reniega de la calidad.