En su cuarta película, después de muchos años de haberse fogueado en la televisión, J.J. Abrams muestra una seguridad en el manejo del aparato cinematográfico notable. Las torpezas a la hora de la acción física de la primera Star Trek, que resultaba un gran film porque el realizador sabía sacar partido de la humanidad de los personajes, aquí desaparecen, y si la película parece un escalón por debajo de la previa en la franquicia (e incomparable con la bellísima Super 8) la relación personajes-acción es mucho más pareja. En gran medida, eso tiene que ver con la presencia de Benedict Cumberbatch como el villano del film, actor creíble de cabo a rabo (de paso, si puede, vea a su Holmes en la gigantesca serie Sherlock, pura belleza y comedia). Abrams logra, además, responder a la pregunta sobre qué nos hizo enamorarnos del cine cuando éramos chicos, dedicándose a divertirnos con lo maravilloso sin perder de vista que esos personajes son nuestros propios avatares. Y es la relación entre ellos -especialmente la tensión amistosa, cada vez mejor calibrada, entre Spock y Kirk- la que sostiene el equilibrio entre la región “humana” de la película y la espectacularidad de la aventura fantástica. Es un film “para chicos”, sí, en la medida de su épica alegre. Y es un film “adulto”, claro, en la medida en que entiende la complejidad de sus criaturas. Star Trek para todo el mundo.