La historia de una niña que quiere ser feliz
En su film, Sylvie Verheyde vuelve a la década del 70
París, 1977. Stella (Léora Barbara) es una niña, hija de los dueños de un bar y pensión de poca monta, donde la gente bebe, fuma, juega a las cartas y al metegol, canta, baila y creen ser felices por un rato. Ella convive con todos ellos. Va al colegio pero es pésima alumna. Es una buena jugadora de póquer, sabe preparar cócteles y también puede discutir de fútbol con el que más. En el colegio, con sus compañeros, vive el oprobio de maestros impresentables y violentos. Digamos que la infancia de Stella (y aquí aparece el gran tema recurrente del cine francés desde siempre) es la infancia sacudida por un mundo que no incluye a los niños entre sus planes. "Sé jugar con las máquinas y las reglas del billar, sé las letras de las canciones, quién es sincero y quién miente, sé cómo se hacen los niños, sé de sexo... pero en lo demás soy pésima", asegura como relatora de su historia, porque Stella es un relato en primera persona, una historia que tiene como protagonista a esta niña que navega por estas aguas más o menos turbulentas de un entorno al que debe adaptarse y al que no puede cuestionar desde su lugar de impotencia. Stella hace lo que puede por convertir en felicidad un mundo que nada tiene que ofrecer a una niña como ella. Quizá por eso encuentra refugio en la amistad con Gladys (Mélissa Rodrigues), una compañera argentina, exiliada con sus padres en Francia, con la que comparte parte de sus aventuras cotidianas.
La cámara de Verheyde no sólo recorta a Stella en ese mundo en el que trata de integrarse sino particularmente a su entorno. Lo hace con una mirada casi documental, teñida de cierta resignación, subrayada por la voz de la protagonista, una excelente interpretación de la debutante Barbara (tenía doce años cuando trabajó en esta película), no menos eficaz el de Rodrigues y al grupo de argentinos que interpretan a sus padres, con un puñado de detalles (sus profesiones, la militancia política) que ayudan a entender mejor aquel microcosmos. Verheyde rescata la vitalidad de los niños a pesar de cualquier contratiempo (incluso el abuso), su transparencia, su manera de observar el alrededor, su curiosidad por descubrir. Lo hace con igual pureza, con entrañable cariño y comprensión por sus criaturas. Stella no quiere crecer a la fuerza, pero no tiene otra salida. En ese sentido, su esfuerzo mayor es leer nada menos que a Duras y a Balzac. Verheyde, mientras tanto, hace honor al mejor cine francés.