El último porteño del rock
Se va el tren, se va lejos, avisa el manager y Melingo le responde no voy en tren, voy en avión. En el avión, el trotamundos rockero reconvertido en cantante de tangos encuentra un simple de Los Beatles; en la habitación, un legítimo yo-yo Russell. Hace piruetas y el alto contraste en blanco y negro agudiza los claroscuros. Posa para un fotógrafo en la fría mañana alemana, con los pelos revueltos como Antonin Artaud o un mimo peligroso sin maquillaje. En el tren a Londres, entona con su grupo “Hubo un tiempo que fue hermoso” con el ritmo de la marcha peronista; en la habitación, de noche, con el fondo de la Catedral de Saint Paul, se para los pelos como la Novia de Frankenstein. Ganador del premio a mejor montaje en el último Festival de Mar del Plata, este documental se sirve de una gira para aprovechar el talento histriónico de Daniel Melingo con un buen ojo fotográfico y otro para la edición. Una suerte de raga improvisado con Calamaro en un hotel parisino y una zapada con el inmortal Jaime Torres en Buenos Aires pintan a Melingo como un diletante musical, pero lo más logrado es la pintura del hombre que a donde lleva su cultura la hace cotizar en valor oro. Él es, de algún modo, el último porteño del rock.