Salir de la sala de cine y que las imágenes de la propia vida aparezcan en un montaje veloz y desordenado, sin guión, como un repaso a cargo de Jean Luc Godard por los momentos más importantes de las últimas dos décadas. Así de potente puede ser enfrenarse a 120 minutos de celuloide.
Para quienes vimos Trainspotting en cine en el verano de 1997, asistir al estreno de su secuela, 20 años después, genera un combo de sensaciones que va más allá de la cinefilia y la mayor o menor identificación con sus protagonistas, perdedores hermosos de la Gran Bretaña obrera arrinconada por el liberalismo.
Quizá por eso este escriba no puede resistirse a la referencia del fuera del cuadro, como quien era adolescente cuando vio en pantalla grande el Episodio IV de Star Wars y décadas después se enfrentó a The Force Awakens.
Desde el estreno de Trainspotting y hasta la llegada a los cines de Trainspotting 2 el que suscribe vio nacer a su hija que hoy tiene 17 años; conoció a la que hoy es su pareja y madre de su hijo que hoy tiene un mes y medio; enterró a su madre; se casó y se divorció; tuvo otras relaciones que también finalizaron; se desarrolló en su primera carrera terciaria (periodismo) y egresó de la segunda (locución); viajó por el mundo y profundizó su pasión por el cine. Un veintipico que hoy está en los cuarenta y pico, tal como Renton, Spud y Simon.
20 años de haber sido aguijoneado por un film que más allá de sus valores dentro del estricto análisis cinematográfico, marcó generacionalmente a los que nos dejamos llevar por su cóctel de textos incendiarios, montaje frenético, conceptos de cultura rock y la irrefrenable atracción por lo prohibido y lo marginal.
Danny Boyle con T2 vuelve al cine de autor desde que estrenó 28 Days Later, aquel opus sobre zombies previo a la fiebre por los no-muertos. Quince años pasaron desde ese estreno, los mismos que transcurrieron desde que Irvin Welsh publicó Porno, novela que continuó a Trainspotting y que sirve como base central de la secuela fílmica. Y el amigo Boyle, afecto al sacudón visual, pone en juego en este caso sus mejores mañas y su calidad de entretenedor al mismo tiempo que logra plantear una historia quizá incluso mejor contada que aquella.
El relato se hace cargo desde la primera toma de la memorabilia. Tal como hizo J.J. Abrahms con Star Wars, Boyle planta guiños sin desapegarse de la premisa de contar algo nuevo. Por ello es que no cae en el mero efecto retro de la referencia y pone en presente adulto a los jóvenes de ayer.
El trío protagónico tuvo recorridos diferenciados y se nota desde el minuto cero. La fuga para adelante de Renton (Ewan McGregor) en aquel final de cuento, huyendo de Edinburgo con miles de libras robadas que no repartió con sus amigos, tiene aquí una continuación que fluye igual que el paralelo que lo muestra corriendo en la primera escena tal como lo hizo en la intro del relato original. Solo que en 1996 corría de los que lo perseguían y en 2017 corre sobre una cinta de gimnasio.
El mantra del choose life, pero en clave posmoderna. Y de esa posmodernidad de plástico también se escapa su personaje y lo explicita en medio de un diálogo de pretensión iluminista con Spud (Ewen Bremmer), el junkie terminal del grupo: "Mi nueva adicción es escaparme", le dice a modo de consejo para que intente salir de la heroína. Elegí la vida. O lo que te quede de ella, parece recomendar.
En la post crucifixión de los personajes, los roles de Simon (Jonny Lee Miller) y Begbie (Robert Carlyle) aparecen en esta secuela como la resaca de lo que fueron, pero, al igual que el resto, con una puntillosa continuidad de sus perfiles. Quizá así es que Trainspotting 2 se coloqua en este punto en el club de las secuelas mejor trazadas del cine, ese del que son socios unos pocos títulos (con El Padrino 2 y Volver al futuro 2 como vitalicios).
Hay sangre y jeringas en los textos de Welsh como hay ruta en los de Kerouac o electroencefalogramas en los de Hunter Thompson. El mérito de Danny Boyle es haber hecho carne esa épica de la perdición para entregar otra buena narración, otro infierno encantador a través del cual, por una rendija, dejar que se cuele una luz de redención generacional.