Veinte años después, los mosqueteros escoceses de la heroína reaparecen para poner a prueba el mundo. En dos décadas todo cambió demasiado y una de las razones es que existió “Trainspotting”, una película que le dio una patada en la cabeza a la corrección política y a la estética de videoclip destruyendo la primera con corazón y adoptando la segunda con ironía. Ese efecto es imposible hoy, pero Boyle –que es un cineasta inteligente– toma a sus viejos personajes y demuestra que la alienación de los no adictos es muy superior a la que viven estos marginales. Hay de todo, y hay humor y nostalgia. Pero lo segundo aparece casi condenado como un efecto fatal que carece de sentido. Más allá de las vueltas de la trama, que incluyen actividades delictivas y momentos de una oscuridad notables, más allá de que Boyle puede, en este mundo y gracias al punto de vista alucinado de sus personajes, hacer todo lo que se le ocurre con la cámara, la luz y el montaje, hay una demostración de que el tiempo no vuelve jamás, de que lo único que verdaderamente existe es el presente, y que los paraísos artificiales –y aquí uno se pregunta, con inquietud, si el cine no será uno de ellos– son lugares fugacísimos. Un dato curioso: ver a McGregor, ayer una promesa y hoy una estrella, volver al origen es casi una hazaña de interpretación. Se ve que quiere mucho a su Renton.