En su segundo largometraje de ficción después de Yo sé lo que envenena (2014), Federico Sosa combina distintos géneros como la comedia romántica (en su variante de rematrimonio), la road movie y una apuesta por el humor absurdo (y al mismo tiempo asordinado) con personajes en principio deformes y disfuncionales, pero a la larga entrañables.
La protagonista es Lola (Paula Reca), una creativa publicitaria que está a punto de casarse, aunque podemos intuir que no todo marcha bien en esa relación afectiva. Esta treintañera recibe una llamada en la que su madre le informa que su papá -al que creía muerto desde hacía mucho tiempo- en verdad acaba de fallecer en Mar del Plata y le ha dejado unas tierras en la zona de Bariloche. En aquel balneario conocerá a Natalio (Miguel Ángel Solá), quien fuera pareja de su padre, y luego con él, con su exnovio Teo (Andrés Ciavaglia), un patético aspirante a cineasta, y con la hermana de este, Rita (María Canale), que intenta recuperarse de su adicción a las drogas, partirán a bordo de una camioneta rumbo al Lago Escondido para cumplir el último deseo del difunto y conocer el terreno que Lola ha heredado. Es precisamente ese viaje lleno de enredos, encuentros y desencuentros, el corazón narrativo y emocional de una película que pendula entre pasajes inspirados y otros no del todo logrados. El balance final, de todas maneras, no deja de ser simpático y estimulante.