Como un paisaje lluvioso amable y transparente, la película de Ana Guevara y Leticia Jorge es una aglutinación de varios motivos alineados con enorme sutileza, un conjunto de pequeñas figuras que construyen los grandes temas de su mundo. El escenario es el de las vacaciones que Alberto (Néstor Guzzini) y sus hijos Lucía (Malú Chouza) y Federico (Joaquín Castiglioni) disfrutan en Uruguay, y que se ven afectadas tanto por la lluvia como por las distancias entre los personajes. Durante el trascurso de los días —que llevan la impronta de lentitud y tedio típica de los días sin trabajo ni escuela— los integrantes de la familia se dispersan y viven sus aventuras personales, no sin dar lugar a que sus propios vínculos cambien con la velocidad que sus días no tienen. Pero lo más valioso de Tanta agua no se encuentra tanto en la progresión como en la fluidez y naturalidad con la que recorre su mundo, y que permite disfrutar el viaje sin esperar grandes resoluciones. Así es que es posible verla como un ecosistema de protagonismos múltiples, un campo de luchas y uniones entre el clima y las diversas circunstancias del ánimo. Pero también, y de cerca, como los efectos claustrofóbicos de la lluvia, las dificultades de la adolescencia, las presiones de ser padre, la angustia de las vacaciones o el sol y la necesidad de actuar. Y quizás no sea más que por el humor (y sospecho que también por ese hinchapelotas absolutamente querible que es Alberto, el padre) la razón por la que todo transcurra con una liviandad casi mágica. Incluso hacia el final, cuando Lucía y su angustia adolescente se vuelven el centro del relato, Tanta agua se mantiene bajo un misterioso sostén, como con una alegría oculta e inamovible que no conoce de edades y momentos, y mucho menos de fenómenos meteorológicos.