La película de la realizadora chilena se estrena en la Sala Lugones el jueves 25 tras un gran recorrido por festivales como los de Locarno (donde ganó el premio a mejor directora), Toronto, Nueva York, Londres y Pingyao, donde se presenta el 18. Se trata de un extraordinario retrato de la vida en una comunidad de artistas en el Chile de principios de los ’90 contado a partir de las experiencias de los niños y adolescentes que vivían ahí.
De a poco, como en una fiesta a la que uno llega y no conoce a casi nadie, van apareciendo las personas que dan vida a TARDE PARA MORIR JOVEN, una película que arranca a media res con un perro peludo persiguiendo en cámara lenta a un auto atestado de niños que parecen estar terminando el colegio o algo así. La idea de coche, de chicos y de lo que parecen ser vacaciones hace pensar que la nueva película de Dominga Sotomayor tendrá algo de secuela de su opera prima, DE JUEVES A DOMINGO, pero en realidad no lo es tanto. Al menos, no en lo formal. Pero sí lo es en cuanto a continuación de un recorrido que incluye autobiografía, protagonistas niños y adolescentes, familias en plena disolución y una mezcla de caos con ocio que tiene un aroma muy parecido a las vacaciones.
En realidad, en la comunidad artística, casi neo hippie en la que viven los personajes de TARDE PARA MORIR JOVEN, no se puede decir que se trate estrictamente de vacaciones pero se le parece bastante. Para los niños que terminaron clases, obviamente. Pero hasta lo es para los adultos, quienes más allá de algún debate sobre el uso de la electricidad, parecen no tener nada parecido a un trabajo convencional. Durante un buen rato, por el modo de vida y ciertos looks, da la sensación que estamos viendo algo que transcurre a fines de los ’60 o principios de los ’70, pero al rato notamos –por detalles específicos o musicales– que no es así, que estamos ya a principios de los años ’90 y que, tras la caída de Pinochet, algunos chilenos parecen habitar una suerte de primavera de mañanas campestres con dos décadas de demora.
En medio de ese caos pronto se delinearán algunos personajes. Como en LA CIENAGA –película cuya influencia en el cine latinoamericano es a esta altura demencial–, la cámara fluye y flota a través de ellos y vamos captando sus relaciones de a poco. Se trata de una película, como aquella, coral. Pero no solo de personajes sino una suerte de coro al que se suma el propio espacio físico ya que el lugar es tan protagonista como la docena de personajes que lo recorren. La principal es Sofía (Demián Hernández), una chica de 16 años que lidia con la separación de sus padres y vive allí con su papá mientras su mamá permanece en la ciudad. En esos días de ocio, baños, cigarrillos y caminatas se enreda con Ignacio, un tipo bastante más grande que ella, mientras Lucas (Antar Machado), que aparenta ser amigo de toda la vida, mira la situación con el dolor de quien sabe que debería haber dado antes ese primer paso que no se atrevió a dar.
Pero las cosas que le pasan a ambos se mezclan en un espacio tridimensional que el director de fotografía Inti Briones filma de manera tal que no necesariamente lo que sucede más cerca de la cámara es más importante que el resto. El sonido aporta también para otorgarle a TARDE PARA MORIR JOVEN una suerte de permanente cacofonía de voces en distintos planos que se entremezclan. Lo mismo que los personajes, como Clara (Magdalena Totoro), una chica de unos 8 años que por la edad, y algunas circunstancias específicas, parece ser la verdadera alter-ego de la directora, y que observa todo con una mirada que parece analítica y hasta capaz de tomar cierta distancia de los hechos.
Mientras hay disputas y situaciones confusas con la gente del pueblo (queda claro que existe una tensión silenciosa entre los habitantes de la zona y los hippies con medicina prepaga que viven ahora ahí de manera “exótica”), la película se va organizando en torno a una fiesta de fin de año en la que, uno imagina, el tenue hilo que sostiene a la comunidad se resquebrajará un poco más todavía. Llegará, sobre el final, una situación dramática que es lo más parecido que la película tiene a un conflicto declarado (los otros existen, claro, entre padres, hijos, vecinos y amigos, pero son silenciosos, soterrados, sostenidos con miradas), pero aún así no se trata de un relato que conduce a un final aleccionador. Si bien la película tiene algo de ese esquema tipo LA TORMENTA DE HIELO, no se trata de una simple condena y juicio a una tardía “me generation” sino un retrato personal de una experiencia que era menos idílica y más compleja de lo que parecía en el momento.
TARDE PARA MORIR JOVEN es una de esas películas que respiran cine por todos lados y que se disfrutan y aprecian más cuando se las ve como tal, como una exploración audiovisual y sensorial de una época, como lo que produce un perfume o una canción, y no tanto como una historia de pasos firmes a ser narrada. En ese sentido, se aprecian particularmente escenas y momentos: un chico que baila, un hombre que manguerea un coche como si nada pasara, un baño en el río, dos cuerpos que se rozan, una mirada penetrante, un autógrafo, una canción cantada desde un escenario con la voz entrecortada. De esos momentos, que son nostálgicos pero a la vez no lo son, que tienen algo de versión elegante y refinada de un VHS grabado en esos años, se compone la película de Sotomayor. Como si su memoria –la realizadora ha dicho más de una vez que hay mucho de autobiográfico en todo lo que cuenta aquí– se fuera plasmando en la pantalla de a pedazos sueltos, a la manera de esos sueños que uno recuerda a medias y que solo se terminan porque uno se despierta.