Plano cerrado. Interior de un auto que va recogiendo jóvenes. Los adultos están fuera de campo al principio de Tarde para morir joven de Dominga Sotomayor (reciente ganadora del Leopardo del Festival de Locarno 2018 por su rol como realizadora), como también lo estará el contexto político de Chile hacia principios de 1990, a no ser por sutiles indicios y por el color de las imágenes. Un grupo de familias se instala cual comunidad en la periferia de Santiago, pero cuando asoman los primeros cruces en la convivencia el foco se desplaza a los conflictos internos de los jóvenes y niños. Uno de ellos es Lucas, con aspiraciones rockeras y no correspondido en el deseo. La otra es la pequeña Clara, quien ha perdido a su perra. Entre ellos, Sofía, cuyo tránsito hacia la adultez no termina de definirse más allá de los intentos por conocer qué es el amor, fumar y enfrentar la ausencia de sus padres. La cámara de Sotomayor va a la caza de aquellos momentos en los que el rostro y el cuerpo de la joven se encierran en una intimidad donde solo cabe la percepción. Este es el punto de llegada de la película, el extremo del embudo cuya máxima apertura es el país (con Pinochet abandonando el poder) y la punta inferior una identidad que intenta descubrirse.
Este recorrido donde los tiempos muertos están al borde de la solemnidad indie y los vientos de Lucrecia Martel y “su ciénaga” se hacen presentes, es el lugar seguro que el público y el jurado de festivales aprueba. El principal argumento para ello es la delicadeza con la que la directora traza estados de ánimos despojados, donde la procesión va por dentro y es la naturaleza misma la que marca el tiempo. Hay amenazas latentes en Tarde para morir joven, bombas que están activadas y que involucran sentimientos. Otras están sugeridas e invitan peligrosamente a asociaciones ilícitas en el cine (por ejemplo, el fuego en el bosque como metáfora del peligro de la comunidad y, por ende, del país). Sin embargo, lo que sostiene a este cuadro anímico es la enorme presencia de Sofía. Todo concluye en ella, en sus rituales cotidianos y en su búsqueda de amor, siempre entre la excitación que le provoca un pibe en moto que viene esporádicamente al lugar y la duda sobre lo que depara el futuro. En esa encrucijada adolescente se juega la película.
Pero también está la otra encrucijada, la del país. Si la libertad asoma tímidamente a partir del referéndum que votó la salida del dictador del poder, el estado de incertidumbre se traslada a los primeros intentos de convivencia de las familias involucradas en la comunidad, donde las complicaciones brotan despacio, pero firmes. Todo teñido en una extraña melancolía sugerida por las tonalidades coloras de las imágenes y por la suspensión del tiempo donde parece reinar un presente eterno a medida que la gente se reúne para cantar, prenderse un porro o coincidir en festejos caseros. Asimismo, diferentes piezas que representan situaciones problemáticas confluyen hacia el final aunque lejos del estallido porque la languidez y la morosidad son las armas que mejor maneja la directora, y en medio de esa ciénaga expresiva, hay momentos de belleza que son una bendición y otros que ratifican uno de los problemas del cine contemporáneo, la dilatación innecesaria.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant