Cuando los muertos vivos se divierten
Abandonando de entrada el costado político de la extensa obra de George A. Romero, Zombieland se zambulle, desde el primer fotograma, en la más desembozada parodia del género, al que le suma sin pudores muchas de las ansias y frustraciones de la comedia teen.
Has recorrido un largo camino, zombi. Desde que George A. Romero rebautizara con nuevos pelos y señales a los undead con su seminal La noche de los muertos vivos (1968), una parte del cine de terror dejó de ser lo que era. De un tiempo a esta parte, las secuelas –tanto originales como apócrifas–, parodias, robos y homenajes se cuentan por docenas. El mismo Romero recibió luz verde para continuar su inextinguible saga con tres nuevas entregas (la última de las cuales, Survival of the Dead, todavía no tiene fecha de estreno en la Argentina) merced, en gran medida, al éxito del remake de unos de sus films. Si los muertos están más vivos que nunca, Tierra de zombies vuelve a confirmar que la imagen apocalíptica de un planeta Tierra dominado por criaturas antropófagas puede ser excusa tanto para el susto como para la comedia más visceral... esto último nunca mejor dicho. El título original, Zombieland, da más pistas sobre el tono burlón, con aroma y color a parque de atracciones, que tiñe la ópera prima de Ruben Fleischer.
Abandonando de entrada el costado político de la extensa obra magna de Romero, Tierra de zombies se zambulle, desde el primer fotograma, en la más desembozada parodia del género. Al menos en un cincuenta por ciento, porque la otra mitad –entrelazada e inseparable de la primera– adopta sin pudores muchas de las ansias y frustraciones de la comedia teen. Uno de sus protagonistas, Columbus, es un adolescente virgen sin demasiada experiencia en mucha cosa, exceptuando la capacidad para encerrarse en su cuarto por semanas para sumergirse en los placeres de algún videojuego online. No casualmente Columbus está interpretado por Jesse Eisenberg, quien encarna aquí una versión caricaturesca –aunque perfectamente humana– de su personaje de Adventureland, otra película con título de parque de diversiones. Pero a no equivocarse: el muchacho posee varias virtudes, entre ellas el haber logrado salvar el cuello en un ambiente sumamente hostil gracias a una serie de inflexibles reglas de supervivencia. Entra en escena Tallahassee, cuyo estrafalario nombre se lleva de maravillas con su configuración mental, particularmente en la piel de un Woody Harrelson en plan “rompan todo que se acaba el mundo”.
Las aventuras en la tierra de los zombies de esta pareja despareja –un señor maduro con alma de infante y una notable afición por las armas de fuego junto a un joven con las hormonas a punto de estallar– pega un volantazo luego del encuentro con Wichita y Little Rock (Emma Stone y Abigail Breslin), dos hermanitas con suficientes artimañas como para engañar a los hombres en más de una oportunidad. Ya integrado el cuarteto, que devendrá en una suerte de familia disfuncional, el film continúa por la ruta del disparate, sin dudas su mayor fuerte. Es que Tierra de zombies no puede ni debe ser tomada en serio. Se trata de una película que pide a gritos ser disfrutada como lo que es: una estudiantina slapstick ejecutada con buen ritmo. Precisamente, el film trabaja con estereotipos y clichés tomados de cientos de relatos ya vistos y oídos, pero logra construir con ellos personajes singulares y situaciones que, sin ser novedosas, se sienten frescas y originales. Un buen ejemplo de ello es el recuerdo de Columbus de una noche en la cual su posible debut sexual con una bella vecina deviene en flashback que anticipa el horror por venir. De esa intimidad expuesta y traicionada se desprende la adopción de nombres falsos (ciudades de los Estados Unidos) como método de profilaxis ante el acercamiento emocional.
Romper a golpes las cabezas de los zombies se transforma en algo así como el deporte nacional y la posibilidad de iniciar una nueva vida rodeada de muertos la única chance de mantener la cordura. De allí la terquedad por saborear cierta golosina que obsesiona a Tallahassee o la necesidad de Columbus de continuar su búsqueda del erotismo y, tal vez, del amor. Bill Murray hace algo similar al encerrarse en su mansión de Beverly Hills, mientras se interpreta a sí mismo en una de las secuencias más divertidas de la película (aunque el remate del chiste no esté a la altura de su desarrollo). Tierra de zombies, es cierto, llega un poco cansada al desenlace, con sus dos caballeros de acero al rescate de las doncellas en un parque de diversiones controlado por una horda de muertitos. A esa altura los mejores gags han pasado y la rutina parece a punto de infectar el relato. Pero el film termina rápidamente y el recuerdo no podría ser más agradable: una comedia que le hace los honores gore al universo que parodia –hay baldazos de sangre irónica– pero que no olvida la necesaria dosis de humanidad para que los personajes resulten entrañables y la aventura sustancial.