Sin diferencias entre opresores y oprimidos
No es sencillo encarar la narración de un futuro hipotético (o un falso pasado) intentando escurrir entre los pliegues del relato la metáfora social de un mundo de castas tan claro que hasta se reparten los espacios físicos que ocupan. Eso busca Topos, del novel Emiliano Romero, film en donde sin explicar muy bien por qué, la sociedad se divide en una superficie ocupada por la clase pudiente y una red subterránea donde se arrastra el lumpen que lucha contra los de arriba, que literalmente lo aplastan. Este juego fue usado con éxito y de modos distintos en la literatura; basta recordar a Morlocks y Eloi en La máquina del tiempo, de H. G. Wells, o la variante distópica de Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley. El espíritu de ambas sobrevuela la acción de Topos, pero también hay conexiones cinematográficas, como Delicatessen, de los franceses Caro y Jeunet, o la soviética Kin-dza-dza!, con las cuales comparte una estética feísta puesta al servicio de un mundo diseñado con material de descarte y el tono grotesco de las actuaciones.
El Topo vive en ese mundo bajo tierra, pero está obsesionado con ser bailarín y se la pasa espiando los salones de un instituto de danza de la superficie. Cuando su padre, líder no se sabe bien si de la resistencia o de una célula terrorista, le encomienda una misión, él aprovecha para huir hacia arriba y tomar el lugar de un nuevo alumno muy esperado en la escuela. La academia es tutelada por la profesora Reznikoff y el director, quienes llevan adelante un régimen de terror que parece ser el emergente del mundo en que viven. Criado en los túneles, el físico del Topo no parece dotado para la danza, pero el portero del lugar, viejo bailarín frustrado, lo entrenará en secreto, aunque deberá competir con Enzo, el inescrupuloso alumno estrella. El crimen, la traición y el amor no faltarán a la cita.
Luego de reconocer el notable trabajo de arte invertido en la creación de ese submundo en ruinas (que puede ser visto como non plus ultra de las villas de emergencia) y de destacar la precisa labor de cámara, sobre todo para moverse en sitios reducidos y potenciar el carácter claustrofóbico de la vida bajo tierra, el primer problema de Topos es que el grotesco obliga a trabajar en el límite de la sobreactuación. Sobre ese filo hay quienes mantienen el equilibrio y quienes no tanto. Mientras Lautaro Delgado, Dayub, Audivert y hasta Guzmán lucen cómodos en el exceso, Manso y Goity se pasan algunas vueltas, aunque parece notorio que se trata de una consigna de dirección. También llama la atención la forma en que se ha elegido retratar a esos dos mundos y sus representantes, una forma de mirar (de juzgar) que no deja de ser discutible. Es obvio que los topos son la parte sometida del sistema, pero las causas de su lucha no terminan de quedar claras, permitiendo confundir con terrorismo lo que tal vez sea subversión (o al revés). Un detalle no menor para un país con nuestra historia. De igual modo, los representantes de arriba son lisa y llanamente psicóticos. Una forma oblicua de indulgencia, que relega su accionar al mero delirio y elude la cuestión de que toda opresión por lo general es ejercida por seres humanos completamente normales y no por enfermos mentales inimputables. Eso es lo que los vuelve abominables. Y en un mundo donde todos están locos, no hay diferencia entre opresor y oprimido sino, simplemente, dos demonios.