“El tren tiene 10 vagones de clase Turista y seis de Primera. Y recuerda: en cada estación para un minuto”, le dice la voz anónima de una mujer a quien ella apoda “Catarina”. Pero “Catarina” no es una dama, como la elección nominal haría suponer, sino un asesino a sueldo interpretado a puro desenfado por un Brad Bitt cada vez más volcado hacia papeles cargados de comicidad. Que ese desenfado se traslade al resto de la película, es otra cuestión.
La misión de Pitt parece sencilla, aunque rápidamente empieza a complicarse. Ya en la primera estación no llega a bajarse. Tampoco en la segunda ni en la tercera (en una de ellas por obra y gracia del rapero puertorriqueño Bad Bunny). Lo suyo será, pues, resistir de la mejor manera posible el recorrido a bordo del tren del título entre Tokio y Kioto, en el que coinciden más de media docena de asesinos a sueldo con cuentas pendientes entre ellos y misiones individuales que, sin embargo, están muy relacionadas entre sí.
Es así que, por ejemplo, dos de ellos deben cuidar al hijo de quien los contrató y llegar a destino con un maletín lleno de dinero, mientras que otro, a su vez, está mandatado para asesinar a ese hombre, al tiempo que un cuarto aspira a quedarse con el botín y un quinto, el único de origen japonés, está obligado a hacer su parte si no quiere que asesinen a su pequeño hijo internado en un hospital. Entre medio de ese berenjenal queda Pitt revoleando piñas, patadas, balas y cuando elemento se le ponga delante.
El director se llama David Leitch y su antecedente más famoso es Deadpool 2. Si a la segunda aventura del superhéroe con el rostro quemado le imprimía un aire canchero y sobrador, aquí recorre caminos similares y le suma truquitos visuales y un montaje por momentos frenético que remite a la primera etapa de Guy Ritchie (la presencia de Pitt no hace más que recordar a Snatch: Cerdos y diamantes) y una violencia visceral muy en línea con las películas de acción contemporáneas sobre “hombres normales” sometidos a situaciones anormales, con la muy buena Nadie a la cabeza.
Pero no solo de Ritchie bebe Tren bala, pues los diálogos entre los asesinos, que pendulan entre el absurdo y el sarcasmo, parecen sacados de una de Quentin Tarantino. Una situación que ilustra a la perfección el principal problema de esta película basada en el libro de Kōtarō Isaka: un funcionamiento basado únicamente en la acumulación de situaciones y referencias y la reiteración que genera una doble sensación de circularidad y estiramiento, como si la consigna hubiera sido que el metraje superara las dos horas a como dé lugar.
A esto último ayuda un desenlace que recurre al típico arsenal de efectos digitales tan propios de las producciones con aspiraciones de masividad, que tira por la borda toda la atmósfera de encierro que había construido hasta entonces. Es cierto que Pitt está perfecto en su rol de hitman cabulero que parece estar más allá de todo. Tan cierto como que con eso no alcanza para hacer de Tren bala una buena película.