En realidad, el puntaje es un poco mentiroso. Esta es la historia de un tipo con mala suerte: un hombre de acción (criminal) que tiene un encargo fácil. Tomar el tren bala Tokio-Kyoto, hacerse de un maletín lleno de plata y bajarse. Pero resulta que el maletín es buscado por mucha gente, el tren está lleno de asesinos, y encima hay un plan de venganza en marcha que nuestro (pobre) hombre no entiende por qué le toca. Todo esto en realidad es una excusa para que David Leitch, más un coreógrafo que un cineasta (¿Y qué tiene de malo, acaso Busby Berkeley no era igual?) genere un sin fin de escenas de acción originales, peleas sangrientas que en general mueven a la risa y que transforman el conjunto en algo diferente de una película “negra”: señores, estamos ante un cartoon hecho y derecho donde, a diferencia de los Looney Tunes, la gente se muere (aunque hay un cadáver que dura toda la película, o algo así). Es decir: la historia de la película no tiene demasiadas aristas y el hecho de que sea todo entre malos y peores nos permite la voluntaria suspensión de la moralidad y la credulidad para disfrutar de un espectáculo totalmente catártico y vertiginoso, cómico en general (lo de Pitt es brillante, pero hay otros personajes que están a la altura e incluso por encima). Se trata de eso, ni más ni menos: el cine considerado arte abstracto, forma pura, juego. Puede gustar o no, pero es una posibilidad noble también para el arte.