ALTA VELOCIDAD EN LA DIRECCIÓN CORRECTA
En sus redes sociales, Mex Faliero comentaba acertadamente que Tren bala es un poco como esas películas de finales de los noventa que se subieron a la euforia tarantinesca mal entendida, y de la que el cine de Guy Ritchie fue su representante más notorio. Todo está, efectivamente allí: la mezcla de comedia y policial con trucos de guión a cada minuto; la acumulación de estrellas (grandes y pequeñas) armando shows propios que interactúan entre sí; la violencia caricaturesca y hasta banal; y un ensamblado estético y narrativo donde el tono canchero es la regla dominante. Pero lo que hace que el espectáculo no sea un desfile de egolatría insoportable es la ligereza aportada por Brad Pitt en el protagónico, que sirve para enfocarse mejor en lo que pide el relato.
Y eso que la presencia de David Leitch -un digno heredero, para bien y para mal, de Ritchie- prometía un exceso de autoconsciencia y meta-lenguaje, donde el riesgo de convertir a los personajes en meras superficies era alto. Sin embargo, Tren bala es, esencialmente, una película de Pitt que entendió que ya no necesita buscar prestigio -al fin y al cabo, ya se llevó todos los galardones, incluido el Oscar, por la actuación correcta, que fue en Había una vez en…Hollywood– y que es el momento de divertirse. Pero también que esa diversión no tiene que ser solo para él y sus amigotes -como en la trilogía de La gran estafa, dirigida por otro realizador que privilegia el gesto astuto, como Steven Soderbergh-, sino que debe incorporar al público y hacerlo partícipe de la fiesta. En este caso, interpretando a un criminal a sueldo (a veces ladrón, a veces asesino) que está tratando de recobrar la armonía con el universo y al que le toca un trabajo en apariencia sencillo: entrar a un tren bala que va de Tokio a Morioka, sustraer un maletín y bajarse en la próxima estación. Obviamente, todo se complicará, porque allí hay varios asesinos, cada uno con diferentes propósitos, aunque con historias en común, que irán colisionando en cada vagón.
Si el planteo inicial pareciera limitar todo a una serie de confrontaciones en el tren, la estructura narrativa irá dejando en claro que todo es bastante más complejo, con varios flashbacks que irán trazando un universo donde interactúan diversas organizaciones mafiosas, más algunas historias tan trágicas como disparatadas. Todo esto convive con el dilema de fondo: quién y para qué puso a toda esa gente dentro de ese tren que se convierte en un viaje infernal, a toda velocidad. La clave para que se sostenga ese entramado -que, si se lo piensa mínimamente, es arbitrario y hasta inverosímil- es precisamente la velocidad: no solo la del tren, sino también la de los personajes (que no paran de moverse y/o hablar rápidamente, incluso cuando están sentados), la trama (que suma elementos a cada minuto) y la de la puesta en escena, que se apoya en un montaje frenético. Eso y un humor ligero, porque es notorio que Pitt no se toma en serio a sí mismo y eso contagia a todo lo que rodea: Tren bala no pretende ser otra cosa que dos horas de diversión y no se embarca en una competencia para demostrar que es más inteligente que el espectador.
Esa liviandad constante es la que permite que el film nunca caiga en la pedantería o la canchereada vacía, como ocurre a menudo con las películas de Ritchie, Soderbergh o incluso el mismo Tarantino. Tren bala construye a cada minuto un mundo superficial, artificioso, definitivamente efímero, pero indudablemente entretenido y alejado de cualquier tipo de didactismo artístico. Pitt nos propone pasarla bien durante un rato y todos los que lo rodean, por suerte, entienden ese juego. Desde ahí, Tren bala recupera una voluntad lúdica que ha quedado un poco marginada en el Hollywood actual. Eso la convierte en una película de otro tiempo y lugar, pero en un sentido ciertamente virtuoso.