La mayoría de los lectores conocen seguramente la clásica novela de Robert L. Stevenson a la que hace alusión el título de esta reseña. Siempre me pareció una buena imagen aplicable a ciertos directores; de hecho, alguien la ha utilizado para caracterizar zonas dentro de la filmografía de Francois Truffaut, por ejemplo. Lo que ocurre con Tutti I Santi Giorni, de Paolo Virzi, obedece a una lógica contraria a la del texto literario: en los mejores momentos asoma la cabeza Hyde e inmediatamente es anulado por el raciocinio más convencional de Jekyll. Me explico.
Guido y Antonia, la pareja de jóvenes protagonistas, son dos outsiders que sostienen una relación sentimental como pueden y parecen sostenerla bien a pesar de sus descuidos. Al comienzo de la historia presenciamos las dificultades laborales y sociales que deben soportar en sus respectivos lugares de trabajo. El desorden de personalidad y la ausencia de una vida mecánica no son buenos síntomas para una sociedad acostumbrada al desborde consumista y a las imposturas familiares. Esta confrontación está bien mostrada en la película y uno agradece que así sea porque los personajes defienden su forma de ser. Son naturales y creíbles. Guido soporta estoicamente, con su timidez, los ridículos embates de turistas libidinosos en el hotel en el que trabaja; Antonia, en su perfil de cantante indie melancólica, hace frente a la indiferencia de los tanos gritones y machistas del bar donde toca. En este sentido, la historia encuentra un sólido equilibrio gracias a las dosis de humor y el oficio narrativo del director, a la vez que hace gala de la mejor tradición de la comedia italiana. Sin embargo, no faltará demasiado para que los obstáculos empañen la oscura claridad de esas vidas. La joven quiere tener un hijo y esta situación, lejos de sumarse a los aciertos anteriores, levanta un tobogán por donde caerán inevitablemente la historia y la química de la pareja principal. La imposibilidad de tener una criatura inaugura una serie de decisiones que anulan lo mejor de Guido y Antonia: se tornan personajes insoportables. El, en un estupefacto cornudo, pasivo; ella, en una materialización de la peor histeria que moviliza actos trillados y banales. ¿Cómo se explica si no que luego de una hermosa escena cuando conocen los resultados médicos, donde los gestos y las palabras suplen la obviedad, veamos a Antonia pasando un día entero sin permiso con la hija pequeña de la vecina? ¿Qué imperiosa necesidad hace que se arruine una situación con otra, condescendiente con leyes dramáticas de culebrón?
De este modo, la elegante insidia (“este radical, primitivo, elemental” diría Poe) digna de Jekyll, con la que Virzi nos había cautivado, cede el paso a la perfecta arrogancia de la razón, con sus lugares comunes y los innecesarios subrayados de aquellos signos que apenas se percibían: un costumbrismo digno de la peor televisión, personajes estereotipados (como el de los vecinos y los padres) y la caída al vacío de un sentimentalismo acartonado. Si los protagonistas se fundían en una relación sostenida a pesar de sus diferencias (Guido es culto, apasionado, desinteresado académicamente a pesar de sus posibilidades intelectuales; Antonia, simple, directa, sensitiva), a medida que se suman conflictos redundantes, se transforman en marionetas descartables.
De manera tal que, si uno pudiera construir imaginariamente medianeras para ciertos films que separen en partes iguales lo que queda de un lado y del otro, con Tutti I Santi Giorni no dudaría un instante qué salvar de este lado.