Desde el prólogo, la nueva película de los hermanos Coen provoca un bienvenido desconcierto. Se trata de una escena a mitad del camino entre cuento tradicional y película gore, filmada en blanco y negro y hablada en yiddish. Una parábola indescifrable sin conexión directa con el resto de la película. Recién reconocemos la marca de fábrica cuando aparece en primer plano el hombre tranquilo, modesto y serio del título; y los directores se dedican, como de costumbre, a pudrirle la vida. Sin embargo, debemos evitar un juicio apresurado sobre el nuevo trabajo de los Coen, porque Un hombre serio supone un oportuno cambio de perspectiva dentro de su filmografía.
La película se puede resumir enumerando la lista de desgracias, entre absurdas y grotescas, a la que es sometido Larry Gopnik, el protagonista. Desde su mujer, que lo deja por un personaje patético, viejo, gordo y feo; hasta su hijo, que alivia sus angustias escolares con la marihuana; pasando por su hermano, un desocupado crónico que se instala de manera estable entre el sofá cama del living y el baño que utiliza para drenar su quiste. Pero es justamente aquí dónde se produce un hecho inédito en el cine de los directores, porque los personajes son conscientes de su condición y no reaccionan tontamente ante la realidad. Este cambio en el punto de vista provoca que su cine deje de darnos lecciones sobre el estado de las cosas y ensaye una verdadera confrontación con la fatalidad.
El espectador acostumbrado al humor caricaturesco e irritante, y a la mirada altiva de los directores, encontrará enseguida una grata sorpresa en la ternura con la que se trata a los personajes en más de un pasaje de la película. Tal vez sea por su carácter autobiográfico, al situarse en una época, una región y una sociología en las cuales estuvo inmersa la juventud de los hermanos; o por abordar por primera vez de manera frontal su cuestión judía. No lo sabemos, pero lo cierto es que han abandonado la mecánica aceitada de aquellos guiones que terminaban asfixiando a sus personajes, para concentrarse en una suerte de crónica provincial desplazada. El encadenamiento de adversidades jamás impide que la película se desarrolle alrededor de la rutina de esta familia de clase media judío americana con la descripción de la vacuidad del suburbio urbanizado donde viven. Por otro lado, los signos que provoca la naturaleza sobre los protagonistas (como ocurre en la hilarante secuencia del Bar Mitzvah) nunca tienen explicación, y es por eso que la película se torna más inquietante. Como contrapartida, el humor absurdo alcanza su apogeo cuando Larry recurre a los rabinos, las autoridades tradicionales de su comunidad. Estas infructuosas visitas resultan tanto más graciosas cuando el protocolo solemne que las rodea revela una cáscara metafísica totalmente vacía, sostenida por parábolas estrafalarias sobre un dentista o la playa de estacionamiento.
Larry sube al techo de su casa para reparar la antena y observa la rutina de su barrio. Al principio vemos un plano del cielo, luego aparece una escalera y enseguida el primer plano de Larry. La suma de estas imágenes nos induce a pensar que el protagonista ha encontrado una especie de verdad superior mientras abajo la vida fluye. Es entonces cuando el peso de los directores vuelve a ser relevante y nos recuerdan que, a pesar de su autoconciencia, en el cine de los hermanos Coen el hombre sigue siendo incapaz de elevarse más allá su circunstancia. El final de la secuencia devuelve a nuestro héroe hacia lo trivial, lo concreto, la carne. Larry termina tirado en el suelo, y desde ahí deberá asistir, impotente, al implacable avance del destino, tal como se despliega en el sorprendente plano final.