Un hombre serio

Crítica de Daniela Vilaboa - Leer Cine

EL PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE

Los hermanos Coen vuelven a la comedia con Un hombre serio, una película en donde logran tratar sus obsesiones y temas recurrentes de forma novedosa y magistral, creando una de sus obras más complejas y corrosivas.

La gracia de la desgracia

Los géneros son por definición un espacio o un modelo en donde director y espectador pueden moverse en un marco de contención y con la seguridad que otorgan las formas conocidas. Un lugar sólido, cuyos cimientos están edificados con el material de las certezas. Todo el éxito del cine clásico está construido alrededor de los géneros y sus normativas, de ahí que las películas –como espacio de representación social que son– cumplan muchas veces la función de reparar o de devolver a la sociedad aquello que se ha fugado de la misma (léase: la felicidad, el orden, la certidumbre).
El cine contemporáneo, en sintonía con una época en la que prima la pérdida de valores comunes, la desidentificación del individuo con sus pares y la falta de consenso respecto de la percepción de la realidad, ha decido prescindir de la construcción de esas certezas y de la posibilidad de otorgarle al espectador un horizonte de expectativas claro, por ello se ha inclinado por la hibridez de los géneros, por su puesta en tensión o bien, por la reformulación de sus reglas. La comedia dramática es deudora de ese proceso en el que no se puede distinguir lo verdadero de lo falso, lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo, lo cómico de lo ceremonial, y en donde el espectador ya no se ríe burlándose del personaje, sino que se identifica con el propio autor, que es, en definitiva, quien pone en evidencia a través de su discurso esta ausencia de fe, aquello que el filósofo francés Gilles Lipovestsky, en su libro La era del vacío, describe como un “neo-nihilismo que no es ni ateo ni mortífero, sino que se ha vuelto humorístico”.
Los hermanos Coen han captado este proceso de despojamiento dogmático y por eso han convertido todas sus comedias en espacios de incertidumbre, abiertos a una dimensión distinta en donde la risa del espectador no brota como consecuencia del sarcasmo y la ironía sobre el “otro”, sino que es reemplazada por una sonrisa producto de sentirse reconocido en la propia indefinición de los directores, en su incongruencia, en su incapacidad para dar respuestas certeras mas que la respuesta de que no las hay.

Causa y efecto

En Un hombre serio, los hermanos Coen llevan esta concepción de la comedia dramática al paroxismo a través del personaje de Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg), un hombre que asiste perplejo e indefenso al progresivo e irreversible derrumbe de su vida afectiva y laboral. Larry es un profesor de Física, un intelectual que proviene de la ciencias duras, un ámbito en donde cada accionar tiene su correlato en una consecuencia y en donde la gran mayoría de las consecuencias pueden predecirse de acuerdo a una previsibilidad estadística.

La historia está narrada en tres partes (que son posteriores a un prólogo en forma de parábola), cada una de ellas gira alrededor de la figura de un rabino al que Larry consulta en su búsqueda de una explicación que aquiete las aguas que agitan su alma desconcertada. Los tres rabinos representan todo el espectro de la religión judía (y por extensión, de la religiosidad occidental). El primero y el más joven de los tres, Scott, es el exponente de la afectación que sufrió la religión en la vida postmoderna, una especie de gurú del New Age para quien Dios es casi tan popular y omnipresente como un nuevo producto en plena campaña de promoción publicitaria. Sus consejos se acercan más a las máximas que pregonan los libros de autoayuda escritos por estudiantes de marketing que a la sabiduría recogida por los textos sagrados de una creencia que lleva más de cinco milenios. Nachtner, el segundo rabino a quien Larry recurre, es un hombre que ya en sus sesenta largos años ha descubierto que su rol como religioso no es el de brindar respuestas, sino el de confirmar que la fe es solo un acto de confianza ciega y que pretender elevar al plano de lo simbólico las señales que Dios nos envía como meros signos es casi un acto pecaminoso o de soberbia. Nachtner es de alguna manera el representante del caos conceptual de las distintas vertientes que confluye en el judaísmo actual: el judaísmo ortodoxo, el conservador, el liberal y el reformista. El último rabino, a quien la película y los personajes llaman solo por su nombre, Marshak, en un gesto que lo coloca por fuera de las corrientes rabínicas actuales, posee poca presencia en pantalla, de hecho es el único que se niega a recibir a Larry en su despacho, sin embargo, su figura cobra mucho más poder que la de los otros dos. Su oficina está precedida por una habitación en donde una secretaria con cara de “poca fe” se ocupa de filtrar las visitas y de preservar el tiempo durante el cual Marshak se aboca a su trabajo: pensar, de posibles distracciones terrenales. Para llegar hasta su escritorio hay que atravesar una puerta que se encuentra cerrada y caminar un pasillo a cuyos lados se pueden observar elementos cuya iconografía nos remite más a la ciencia que a la religión: herramientas de geometría, esferas celestiales, libros. Todo parece indicar que Marshak no tiene mucho para decir y sí mucho para pensar, aun a pesar de que su edad avanzada le otorgue cierto halo de sabiduría, ésta estribaría más en reconocer las limitaciones de su sapiencia que en hacer alarde de la misma.

El principio de incertidumbre

Si bien los tres rabinos ocupan distintos lugares en el arco espectral del saber religioso, los tres se hallan igualmente incapaces de brindarle a Larry las palabras que necesita escuchar para calmar la angustia que se apoderó de su vida diaria. Esta imposibilidad de la religión para brindar certezas es en definitiva casi la misma que le aqueja a la ciencia a la hora de prever situaciones en términos determinísticos y no de mera probabilidad. El principio de incertidumbre, que es el tema que Larry explica a sus alumnos en la Universidad, parecería entonces regir todos los órdenes: el de la naturaleza, el de la ciencia y el de la religión. El plano final de la película, con ese foco de tormenta huracanada que se avecina sobre la ciudad en donde habitan Larry y su familia, es quizás clave para comprender la mirada que los hermanos Coen poseen sobre la humanidad, una mirada que no es sólo una declaración de principios, sino toda una (a)puesta en escena.
Algo más parece decir esa escena en la que un viejo profesor de hebreo debe suspender la clase y organizar la evacuación de la escuela ante el inminente cumplimento del “acertado” pronóstico del servicio meteorológico local. Su respuesta, en parte, la podemos encontrar en la misma teoría de la incertidumbre a la que Larry le dedica un pizarrón lleno de fórmulas matemáticas. Este principio, también llamado “relación de indeterminación de Heinseberg”, afirma que es imposible determinar con certeza y en forma simultánea la posición y la cantidad de movimiento de una partícula, pues el solo hecho de someterla a medición implica producir una modificación en su trayectoria que arroja un error insalvable. Este resultado, como muchos otros de la física cuántica, sólo tiene incidencia en la física subatómica (el universo microscópico), pues en el mundo macroscópico esa indeterminación no tiene incidencia alguna. Y esto mismo ocurre en el universo de la película. El mundo de Larry se desmorona y el alcance de sus consecuencias no puede ser medido por él ni por los rabinos (el lugar reservado al “saber” en la película y en Larry), apenas pueden asistir todos al desencadenamiento de una serie de causas y consecuencias que no pueden ser pronosticadas de antemano, y sobre las cuales tampoco caben hacer interpretaciones con posterioridad a que ocurran. Sin embargo, los científicos pueden predecir con bastante precisión la tormenta que se avecina sobre el cielo de esa ciudad del oeste norteamericano. El principio de incertidumbre tiene incidencia en el mundo subatómico (el de Larry, el del ser humano, el de los Coen), mas no en el macroscópico del cosmos. Esa es la mirada que los directores nos devuelven de nosotros y de ellos mismos, la de unos seres indefensos y “serios”, casi estúpidos, en su ingenua credulidad de que se puede alcanzar a comprender con algún grado de certidumbre el misterio de la existencia.