Caricatura de un hombre sin suerte
Discutidos, muchas veces sobrevalorados, moviéndose con comodidad en una zona en la que conviven ciertas pautas del cine llamado independiente con proyectos en evidente búsqueda de aceptación masiva (como El amor cuesta caro) y hasta la obtención de un Oscar (por Sin lugar para los débiles), los hermanos Joel Coen (1954) & Ethan Coen (1957) siguen fieles a un estilo propio. Sus catorce largometrajes (desde Simplemente sangre, de 1984, a Quémese después de leerse, estrenada el año pasado) más sus dos cortos (que integraron films en episodios en homenaje a París y al Festival de Cannes), conforman una obra no tan valiosa como algunos suponen, pero constante en su visión grotesca y ligeramente oscura sobre la sociedad. Sin aportar ideas nuevas ni explotar con originalidad las posibilidades del cine, han sabido apropiarse –a veces con madurez, otras con torpeza, casi siempre con gracia– de tópicos del cine policial y/o de la comedia, acercándolos despreocupadamente al terreno del absurdo. Esa distorsión lleva a que todos sus personajes –como también el tono de las actuaciones, el relato quebrado en viñetas, y la manera de encuadrar gestos y movimientos– parezcan responder a la estética del comic. Los seres de los Coen son, efectivamente, caricaturas, cuyos conflictos se suceden como recortes sueltos. En algunos casos, esos cuadros parecen devolver una imagen ligeramente cruel y exagerada del mundo real.
Un hombre serio se suma a esta serie de bocetos. Reuniendo referencias autobiográficas (hábitos y costumbres de la comunidad judía en la ciudad de Minnesota, donde crecieron los Coen) y elementos distintivos de la época (el film transcurre -salvo el prólogo- durante fines de los años ’60, con la música de Jimmy Hendrix y los discos de Santana encontrándose con la televisión en blanco y negro y el consumo doméstico de marihuana), sigue los imprevistos acontecimientos que se suceden en la vida de un inofensivo profesor y padre de familia (un expresivo Michael Stuhlbarg). Abandonado por su mujer que va detrás de un amante impensado, y afrontando los problemas que le traen un alumno que intenta sobornarlo, un hermano que vive con él, sus hijos que le roban y algunos vecinos, el protagonista parece más un hombre sin suerte antes que un hombre serio. La felicidad no aparece, aún obedeciendo mandatos morales y consejos de los rabinos.
Como en todo el cine de los Coen, no hay emoción ni ternura, y si se logra seducir al espectador es porque los personajes son convertidos en extraños e irreales objetos de ironía (quienes rodean al protagonista, desde el melindroso amante de la esposa hasta la vecina sexy, han sido compuestos bajo esa premisa). Tampoco faltan detalles perspicaces. Pero lo mejor de Un hombre serio está cuando asoma la capacidad de los directores para expresarse con medios legítimamente cinematográficos, por ejemplo al llevar al espectador a descubrir un gigantesco pizarrón repleto de fórmulas con un simple cambio de planos, o al representar el malestar del hijo adolescente durante una ceremonia religiosa creando un clima espeso y haciendo que los bordes de la imagen aparezcan fuera de foco.