Varias críticas de “Un hombre serio” señalan que los hermanos Coen deberían dejar de lado las comedias porque lo mejor que hacen es el cine negro y lo que mejor cuentan son las historias lúgubres. Obviamente, encuadran a “Un hombre serio” como una historia que busca arrancar una sonrisa, cuando en verdad se trata de una historia tan lúgubre como “Fargo”, y cuando arranca una sonrisa siempre es el resultado de una situación esperpéntica o de una mirada aguda e irónica.
Esta vez los Coen pusieron en el centro de la mira al judaísmo (otras veces solamente lo bordearon) y se despacharon a gusto sobre la religión de sus ancestros, casi como Woody Allen pero sin tanto humor. Es una radiografía sobre la sociedad judeoamericana actual. En realidad, de los años 60. Larry Gopnik (un estupendo Michael Stuhlbarg) es el hombre serio de la historia: padre y marido honrado, honorable profesor y un buen judío. También un tipo de poco carácter. De golpe su estabilidad emocional —y también económica— se ve amenazada por la infidelidad de su mujer, un alumno coreano extorsionador, un vecino que parece salido del Ku Klux Klan, un pariente desquiciado y hasta por una vecina que toma sol desnuda y fuma marihuana que intenta seducirlo. Larry, confundido, decide buscar una respuesta recurriendo a varios rabinos de su comunidad.
Cruel, ácida, aguda, siempre inquietante. Así es “Un hombre serio”. Y con un final estupendo.