La arbitrariedad de unos diositos llamados Coen
La leyenda cuenta que el físico Laplace, consultado por Napoleón respecto de cómo pudo escribir su Mecánica celeste sin mencionar a Dios, respondió: “Señor, no necesité de esa hipótesis”. Como la mayoría de los cuentos encantadores de la historia, seguramente es falso. Doscientos años más tarde, es probable que los hermanos Coen tampoco requieran de Dios como hipótesis para una fábula judía llena de rabinos, pecados y castigos como Un hombre serio, pero sí requieren absolutamente de la existencia de los hermanos Coen como dioses arbitrarios. El método Coen consiste básicamente en inventar situaciones y personajes para burlarse de ellos. Se supone que este procedimiento deviene en sátira –no necesariamente en sátira cómica–, pero por lo general el único fin que aplaudamos el ingenio (o más bien la piolada de los realizadores). Así, sus mejores películas son aquellas donde algún actor se hace cargo de su criatura y lo dota de algún espesor humano (El gran Lebowsky gracias a Jeff Bridges) o aquellas donde la fantasía desaforada se impone (Simplemente sangre, Educando a Arizona).
Veamos un poco Un hombre serio. Larry Gopnik es profesor de física; tras rechazar el aparente soborno de un estudiante, y al mismo tiempo que a su hijo le incautan en clase una radio portátil (donde tiene el dinero para pagar una deuda por marihuana), el mundo se le viene encima: su esposa decide dejarlo para vivir con su amante en la casa familiar, el dinero no le alcanza, su hermano es acusado de abuso sexual, su seguro ascenso está en peligro y las repetidas visitas a sucesivos rabinos no sólo no le resuelven la vida sino que la complican mucho más. Como si fuera poco, quizás esté enfermo. Esto, que podría ser un hermoso resumen del mejor humor judío (uno acostumbrado a reír de las desgracias, uno tan humano como eso), es en realidad un amasijo de desgracias rodado de modo solemne, con distancia irónica y personajes diseñados como menos que humanos. Es cierto: es un punto de vista y un método que ha dado obras maestras como Los viajes de Gulliver. Pero la obra de Swift es literatura, un arte donde la imaginación transforma las letras en lo que desea el lector; y, después de todo, el que narra es Gulliver. No aquí por dos razones. La primera, que las imágenes carecen de profundidad: al tipo le va mal y toda la puesta en escena subraya esa idea. La segunda, que lo que le sucede es tan arbitrario como el peor de los finales felices. A Larry le pasa no lo que Dios dispone, sino lo que los Coen creen que da pie a la burla y la ironía. Ni un segundo de respiro ni de felicidad, pero no porque “el mundo sea así” sino porque los divinos hermanos lo disponen. Y el problema grave es que, al descubrir finalmente el método que sostiene el film, todo se vuelve aburrido. Ejemplo: dos autos se mueven en montaje paralelo por diferentes calles. Uno, el de Larry; otro, el del amante de su mujer. Sabemos, desde el comienzo de la secuencia, que pasará lo peor posible, y pasa. Así todo. La peor desgracia de Larry, ese pobre hombre creado específicamente para sufrir y que nos divierta con su sufrimiento es que, al final, nos importa demasiado poco.