Pantallazos de una época que ya no volverá
Un importante preestreno arranca con una voz en off enumerando las salas que durante la primera parte de la década del 60 convirtieron a la calle Lavalle en el polo de exhibición cinematográfico más importante del país, mientras que en la pantalla desfilan imágenes de las iglesias, farmacias, bingos y locales de comida rápida que hoy ocupan esos espacios. La escena enciende una luz de alerta: no hace falta demasiada perspicacia para interpretarla como el preludio de una elegía centrada en mostrar que el cine –y sobre todo su consumo– ya no es lo que fue. Pero el periodista, conductor radial y guionista Santiago Calori esfuma rápidamente esa vertiente para convertir su film en algo parecido a un reencuentro de compañeros de secundario. Esto es, una tertulia de viejos conocidos y amigos imperada por recuerdos y vivencias narrados desde un presente no mejor ni peor, sino simplemente distinto.“Esta es una historia oral e improbable de la cinefilia porteña”, aclara una de las placas de apertura, marcando así que la validación periodística importa menos que sentar testimonio de una coyuntura social, cultural y tecnológica irrepetible, envuelta en algunas verdades que son tales y otras que han alcanzado ese status a fuerza de reiteración. Calori recurre a distribuidores, exhibidores, productores, historiadores, directores e incluso alguna presencia arbitraria del ámbito musical para recordar cómo era someterse a ese hormiguero que era la actual peatonal un sábado a la noche (“Se tardaba cinco o seis minutos para hacer una cuadra”), las picardías (viajes en hidroavión a Montevideo organizados por el Cine Club Núcleo, llamadas telefónicas en código, montajes recompuestos en las salas de proyecciones) de los distintos integrantes de la industria para evitar la censura implementada desde la llegada de Onganía, e incrementada hasta lo imposible después del nombramiento de Miguel Paulino Tato al frente del Ente de Calificación Cinematográfica –“Hemos prohibido 125 películas y, si me dejan, mi meta es llegar a las 200, que es el número ideal para un año”, se lo escucha– y un reverdecer democrático ilustrado por cientos de estrenos exploitation con títulos tan inexactos como gancheros.Así, por ejemplo, una buena porción del metraje está destinada a explicar cómo Julie Darling (1983) se convirtió en Déjala morir adentro. El autor del delirio lingüístico fue un tal Claudio María Domínguez, quien antes de convertirse en estrella de la espiritualidad televisiva tuvo un exitoso pasado como distribuidor atento a los requisitos de la platea, y afinadísimo a la hora de encontrar el equilibrio comercial entre producciones clase B y otras hoy de culto como La ley de la calle, de Francis Ford Coppola. Este y otros recuerdos son verbalizados por sus protagonistas entre risas, orgullo y una pátina de nostalgia que felizmente no se convierte en melancolía. Calori toma la sabia decisión de apropiarse de esa levedad anecdótica para expandirla a toda la película, haciendo de Un importante preestreno un documental formalmente chato (las cabezas parlantes son una norma) y con agujeros históricos notorios (la dictadura de 1976 es una breve secuencia de montaje de imágenes de archivo), pero que se esfuerza por esbozar y generar una sonrisa en medio de un panorama para muchos desolador.