Los cinéfilos se divierten
La tribu cinéfila de Buenos Aires ha sido enorme y variopinta. Pero el cine ha ido mutando y se han atomizado a punto tal que hoy los cinéfilos no pueden identificarse mutuamente como lo hacían décadas atrás. Si una película rara aparecía en una sala, lo más probable es que todos se vieran allí. Esto empezó en la segunda mitad de la década del 50 y se mantuvo bastante firme hasta un poco antes del año 2000. Todavía se los puede ver en algunos eventos y en los festivales, por supuesto, aunque ha sufrido muchísimos cambios. Cambios para bien o para mal, pero no trata de eso Un importante preestreno el documental de Santiago Calori. Lo que se cuenta en la película es ese esplendor irrecuperable de la oferta más completa posible de cine de todo el mundo. De la pasión cinéfila antes de internet, el cable o el DVD. Los testimonios y las imágenes vinculadas con ese cine de los sesenta, la lucha contra la censura, el breve espacio de libertad en el primer lustro de la década del setenta y la llegada de la última dictadura que luego de años oscuros culminó con otro destape, para terminar finalmente con la explosión del VHS.
Como Calori no pretende hacer un documental académico ni está muy preocupado por la información minuciosa, la película puede parecer algo dispersa por momentos. Dispersa como conversación de cinéfilos, diría alguno, pero no. Porque la cronología se respeta, porque se va avanzando poco a poco y las anécdotas hablan por sí mismas. Los distribuidores de cine parecen primero paladines de la cultura universal, para luego convertirse en cortadores de películas y finalmente, lisa y llanamente, chantas que hacen cualquier cosa para estafar al público y que se llenen las salas. Pero todo eso convive, porque son todas esas cosas, aunque no al mismo tiempo. Ellos trajeron un cine excelente y también un cine horrible. Porque acá la idealización no es una posibilidad y la nostalgia tampoco lo es. Santiago Calori elige un lugar auténtico, parecido a lo que los cinéfilos hemos vivido. Deja que el espectador vuelva a vivir aquellos años o, en caso de tener menos de cuarenta, que entienda como funcionaban las cosas cuando ver en internet una película no era una posibilidad.
Las historias del Lorraine, del Cosmos 70, del Cine Club Núcleo, de los videoclubes, todos se multiplica y estas historias que merecían ser contadas. De hecho el título de la película es digno de un film de espionaje, pero no diremos por qué. Y tampoco faltan cosas insólitas como el Topo Gigio, mezclado con La naranja mecánica, Solaris y Sucedió en el internado. Los testimonios incluyen a cinéfilos obligatorios, como Axel Kuschevatzky, Fabio Manes y Fernando Martin Peña, personas cuyas historias no deben ser olvidadas. También están los distribuidores independientes, con sus mencionadas proezas y bajezas, pero también con el testimonio de una época. El recuerdo de Salvador Samaritano, a quien todos hemos conocido y admirado y también el del oscuro y absurdo Miguel Paulino Tato, depositario de todo el odio en su calidad de feliz censor. Todos hombres, eso sí, al uso de la cinefilia argentina, aunque cuando en los agradecimientos aparecen algunas conocidas cinéfilas. En ese mundo de hombres no faltan las historias de valijeros y los recuerdos afines vinculados al destape. La cereza del postre, y ahí Calori muestra que su falta de rigor no es accidental, sino un estilo, será Claudio María Dominguez, dueño de algunas de las anécdotas favoritas de todo cinéfilo. La forma en que aparece está perfectamente construida. Su aterrizaje demuestra que Argentina es un país de aventuras, de sabiondos y suicidas, como diría el tango. Y de chantas que, cuando de cine se trata, dan más alegrías que tristezas. Los cinéfilos porteños tienen la obligación de ver esta película, eso está más que claro.