Soñando con el Oscar
La cosa pudo haber sido más o menos así: había una vez un director australiano llamado Jonathan Teplitzky que todas las noches soñaba en su cama anhelando la gran velada en la que se llevaría un Oscar. Tantas ganas tenía de irse del Kodak Theatre con las manos cargadas que decidió idear una película que siguiera el ABC del canon de la Academia. Así, lo primero que hizo fue buscar una historia real, cuestión de adosarle el siempre magnético based on a true story a los créditos iniciales. Pero no cualquier historia, sino una que izara las banderas de la tolerancia y el perdón, dos valores que en Hollywood cotizan más que la soja en el mercado de Chicago. “Para eso nada mejor que una enmarcada en una guerra”, pensó el oceánico. Y si se habla de guerra, que fuera la madre de todas ellas, es decir, la Segunda Guerra Mundial, con sus escenarios transcontinentales, el maniqueísmo de cajón y las mil y un gestas heroicas documentadas y dignas de recreación cinematográfica.Un día, leyendo y leyendo para dar con algún dato que pudiera convertirse en oro oscarizable, Teplitzky encontró la novela autobiográfica de un tal Eric Lomax. “Eureka”, gritó. Allí estaba todo: el escocés había combatido en el frente asiático hasta que fue capturado por los miembros de la Kempeitai (la policía militar del Ejército Imperial, entidad ideal para encarnar al diablo en la Tierra), quienes lo llevaron a un campo de concentración en Tailandia donde no sólo lo torturaron de lo lindo, sino que usaron su fuerza y la del resto de los prisioneros para la faraónica construcción de un tren que uniera Tailandia con Birmania. “En este hecho se basa El puente sobre el río Kwai; no puede fallar”, se relamió. Por si fuera poco, la trama se desarrolla en dos temporalidades (los ’40 y los ’80), habilitando el lucimiento del vestuario y los rubros técnicos, y el desenlace es de una corrección política insoslayable, un canto de cisne a la conciliación y a la superación del pasado beligerante. Inmediatamente después llamó a un actor reconocido y oscarizado como Colin Firth para el rol principal, seguramente sin saber que el británico brilla mucho más en comedias como la injustamente inédita Gambit o Magia a la luz de la luna que en este tipo de proyectos con ínfulas de trascendencia. ¿Y la partenaire femenina, la sufrida mujer que acompañará a su hombre durante el espinoso derrotero de recordar, aquella que estará siempre dispuesta a consolarlo durante sus pesadillas nocturnas? Otra actriz premiada y, para colmo de bienes, australiana: Nicole Kidman. Cuando llegaron al set, el asunto estaba ya cocinado. Simplemente había que encuadrar de forma tal que cada imagen transmitiera solemnidad y pompa. Y, ya en la posproducción, adosarle mucha, mucha música, cuestión de que para los espectadores fuera imposible ignorar la importancia del asunto. Las cosas salieron de maravillas y el resultado, pensaba el director, era redondo. Pero llegaron las nominaciones del año pasado y nada, ni siquiera alguna para los Globos de Oro entregados por la siempre generosa Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood. Apenas algunas menciones entre los críticos australianos. Teplitzky, al cierre de esta edición, seguía soñando.