Benjamin Mee es un periodista inglés que se compró un zoológico y que inspiró el rol protagónico de este filme en la piel de Matt Damon. Así aconteció hace cinco años en Devon, al suroeste de Inglaterra, y así sucede en California, hacia donde Hollywood trasladó este relato de comedia y aventura con profundísimos toques de racionalidad y sentimentalismo. Síntesis: un viudo joven quiere salir del lugar que compartía con su esposa y se muda a un ex zoo. Decide remozarlo y reabrirlo con la ayuda de sus dos hijos y los empleados del predio. No faltarán imprevistos, decisiones odiosas, ingenio ni risas para alcanzar el objetivo. Pero mientras tanto, el filme reflexiona sobre la posibilidad de rehacer una vida tras la muerte de un ser querido, y sobre la muerte misma. Lo interesante en realidad es la forma que toma esa mirada en relación a los chicos (los de la pantalla y los de la platea): natural y decidida a no darle tregua a la desesperación pese al dolor. Tampoco se puede desdeñar el mensaje racionalista, atado a la ecología claro, donde el hombre está obligado a controlar el ciclo de vida de los animales. Con actuaciones aceptables, una historia simpática contada con algunas elipsis (con más pinta de tijera que de guión), bichos de todas las layas, lágrimas de alegría y de las otras, y perlitas de fino humor, eso de tener un zoo puede ser increíble, pero absolutamente real.