Con la puesta en vigencia de la ley de matrimonio igualitario se abrió, dentro de la comunidad gay, una discusión que esta película pone en primer plano: luego de haber sido expulsados de la estructura burguesa de familia durante muchísimo tiempo, los homosexuales establecieron vínculos que se reformularon sin acudir a ese modelo, una realidad inocultable que arma un mapa diferente al de las relaciones más tradicionales. Maximiliano Pelosi le pone el cuerpo a ese debate contando su propia historia. Nacido en el seno de una familia cristiana, Pelosi asumió abiertamente su homosexualidad recién a los 17 años y vive desde hace un tiempo una situación particular: está en pareja con un joven de la comunidad judía que aún no le ha revelado a su familia su verdadera identidad sexual. La película usa ese disparador para abordar diferentes problemas: los efectos de una educación sentimental forjada con el modelo de la narrativa hollywoodense, el papel de las religiones y la familia frente a nuevas alternativas, las dificultades para la adopción que enfrentan las parejas del mismo sexo y la idea establecida de que casamiento equivale a monogamia, una problemática que el nuevo Código Civil ha puesto en cuestión para desgracia de las mentalidades más conservadoras. Mezclando documental y ficción, Pelosi avanza en un relato por momentos excesivamente didáctico y efectista (el uso de la música para subrayar climas emotivos no es la decisión más feliz del director), pero indiscutiblemente honesto. Son los pasajes más rupturistas -una explícita escena de sexo grupal, por caso- los que tiñen de singularidad y osadía a esta película que fue estrenada en el último Bafici y que amplía los interrogantes en torno a los nuevos modelos familiares, a partir de los planteos que el activismo Lgbtiq (lésbico, gay, bisexual, travesti, transgénero, transexual, intersexual y queer) viene agitando en los últimos años, reactualizando discusiones escondidas mucho tiempo tras el muro de la hipocresía y los prejuicios morales.