Lo primero no es la familia
En el cine de Maximiliano Pelosi hay un deseo: el deseo de la interrogación. Sus películas son preguntas, del mismo modo que son espejos, o frontones que devuelven la pelota, insistentemente, cuando se echa a rodar el impulso que parece latir debajo de cada fotograma: salir, mirar, vivir, preguntar; ver qué clase de imagen devuelve el espejo. En Otro entre otros la “cuestión gay” incluía fragmentos, dislocaciones, subdivisiones. La pregunta era por la pertenencia. Estar o no estar, ser siempre “otro”. Gay, judío, descastado, desclasado, desastrado, metido hasta el cuello en el closet. Otro dentro de otros, círculos dentro de círculos, divisiones al infinito. Ahora, en Una familia gay, Pelosi se juega todo: es uno para lo otros. Un hombre que hace preguntas. Pelosi no pretende inventar nada, pero su presencia delante de cámara, discreta y contundente a la vez, se encarga de establecer el tono de gracia y generosidad que, dicho rápidamente, constituye la marca esencial de esta etapa de su cine. En el marco de la vigencia de la Ley de matrimonio igualitario, la película se hace la pregunta acerca de si una familia en su forma legitimada por los usos burgueses es necesaria, o si acaso es deseable. Delante del cura de su iglesia de toda la vida, Pelosi se informa de una cláusula que le resulta particularmente intrigante del precepto del matrimonio: la fidelidad. El director no sabe si así vale la pena. En una escena muy graciosa y bien lograda, Pelosi y su novio buscan un chongo en internet para hacer un trío; más adelante, se concreta el encuentro y la película adquiere un aire fassbinderiano teñido de una ligereza de comedia de enredos. En Una familia gay la planificación, la búsqueda de una tesis, cede el lugar a una especie de azar, un ir y venir en el que el propio director –campera de cuero y bufanda, siempre es invierno en la película– sale a la calle (mirar y filmar son la misma cosa) con un dandysmo casi sin esperanzas, pero tampoco sin una pizca de amargura: lo más probable es que no se case; no se quiere casar. Sus hermanas le dicen que se case. Después que si no lo pensó tanto entonces mejor no. La familia gay, podría decir la película, no existe porque una ley lo permita. Incluso parece ser algo que ya estaba antes, la condición natural de una lucha por la felicidad cuyas cuentas no se saldan con tanta sencillez. Una familia gay es un documento de esa lucha denodada; o un documental actuado, reformulado delante de cámara. Los planos cerrados de la fiesta de casamiento de una pareja gay amiga del director tienen una rara fuerza cinematográfica, al dedicarse con fruición a destacar las caras de los protagonistas y dejar, sobre todo, que esas caras hablen: son momentos como esos que señalan la creación de familias de hecho en la película, organizaciones que no se hallan sancionadas por la existencia de una ley que las legitime sino por el deseo y la necesidad: una cuestión vieja como el mundo. En la observación desapasionada de ese fenómeno, Pelosi encuentra la convicción y el carácter distintivo de su película. Filmar lo propio –el entorno, las pulsiones, la insatisfacción, la incertidumbre– cruzando la línea de un lado al otro, como un extranjero que ha perdido los papeles. La película no tiene respuestas y permanece siempre fiel a su primer reflejo: hacer preguntas siempre, incluso en el clima de optimismo que parece imponerse en torno a la cuestión en la Argentina de hoy, ya que esas respuestas nunca parecen alcanzar. En algún punto, da toda la impresión de que con esta segunda película Pelosi retrocediera, incluso venturosamente, hasta ubicarse antes de su película anterior y empezara de nuevo. Se trata, ahora, de poner el cuerpo y preguntarse todo como por primera vez. De pronto, vemos que el director no tiene en verdad un proyecto, no tiene una hipótesis ni puede esperar, tampoco, que el cine le proporcione alguna. Con toda su amabilidad, sus arrebatos de comicidad punzante, incluso con ese tono desapegado con que el director atraviesa los planos de la película, queda claro que Una famila gay no pretende tener la última palabra sino que aspira a una instancia acaso superior: habitar el mundo en estado de duda.