Sonidos que están pero no se oyen
El film, construido con luminosa tristeza en la Bretaña, narra la melancólica relación entre un hombre y la nueva maestra de su hijo. Son el héroe y la heroína de un melodrama en el que parecen llamados a desencontrarse.
Una historia de amor que empieza con el rugido de un taladro eléctrico no es una como cualquier otra. Si algo narra Une histoire d’amour, es el encuentro o colisión entre un taladro y un violín. O entre el músculo y la música. O tal vez se trate de dos formas de la melancolía. Según referencias, la melancolía es el territorio propio de Stéphane Brizé, que aquí adaptó una novela de Eric Holder. En entrevista publicada días atrás por Página/12, el realizador y coguionista admitió lo difícil que le resultó, en esta ocasión, filmar a gente feliz. Habrá que ver qué entiende Brizé por feliz, habida cuenta de que el enamoramiento causa aquí el efecto de un taladro eléctrico sobre una pared.
Jean (el robusto Vincent Lindon, de Vendredi soir) entra al grado de su hijo y ve a la nueva maestra, sola en el aula y de espaldas a él, apoyando un violín imaginario contra el hombro. Por el tiempo que dura el plano se percibe que no es para él un encuentro más. Pero sólo por eso: nada más lo dice. El affaire del que habla el título local (el original, Mademoiselle Chambon, no suena adecuado en la Argentina) es uno casi sin palabras. Jean no está habituado a usarlas, Véronique tiende a callar. “Pienso en usted”, dice una nota que él deja bajo la puerta y es como si dijera que la ama con locura. El espectador sabe todo lo que esconde esa minúscula obra maestra del laconismo romántico, porque la película lo ha entrenado para ver lo que no está a la vista. “Confío más en los cuerpos que en las palabras”, sostiene Brizé, y se nota.
Si de cuerpos se trata, el de Jean parece el de un cowboy: sólido, muscular, apretado. Un cuerpo capaz de bajar una pared a mazazos, de palear y palear mezcla sobre una removedora. “Lo que más me gusta de mi trabajo es poder construir algo a partir de cero”, dice Jean frente a la clase de su hijo, invitado por la señorita Chambon, que lo observa fijamente. La escena se repetirá más tarde en forma de espejo, cuando Jean mire arrobado a Véronique tocar el violín. Esta segunda escena es lo más parecido a un escándalo que brinda un film parco e implosivo: en ese momento, en medio de una fiesta, la mirada de Anne Marie, su esposa (Aure Atika), repara en la de Jean. No dirá nada, por supuesto.
Si Jean es puro músculo, Véronique es, se diría, puro espíritu. Tal vez por eso los encuentros entre ambos parecen más llenos de melancolía que de pasión: es como si supieran que no va a durar. Tal vez por eso Brizé haya elegido como protagonistas a dos ex: para que el sentimiento imperante sea de pérdida. Aunque a eso se dedica, Jean parecería no tener presente que para construir algo antes hay que tirar algo abajo. El montaje lo recuerda, poniendo en sucesión un mazazo en la pared y una imagen de Véronique. Si Jean se mueve en un mundo de muros sólidos y estables, a Véronique le sucede lo contrario. Maestra suplente, a los treinta y pico podría considerársela una nómade de la docencia, porque nunca pasa un año en la misma ciudad. Héroe y heroína de un melodrama, parecen llamados a desencontrarse: justo en el momento en que a ella se le presenta la oportunidad de quedarse, él le comunica la novedad que lo echa por tierra. Sólo cuando sepan que la separación es inminente se permitirán algo de pasión.
Hay una segunda película en Une affaire d’amour, pero es una que no se ve. Está detrás de las miradas, corre por dentro de Jean y de Véronique, cada vez que se quedan abstraídos pensando en algo. Incluso oyendo algo, como sucede cuando ella toca un violín que nadie escucha. Esta es una película de sonidos que están pero no se oyen: tal vez por eso, teniendo una violinista por protagonista, sólo dos composiciones (del húngaro Ferenc von Vecsey y el inglés Edward Elgar) se escuchan durante el metraje. Ambas –huelga decirlo– son profundamente tristes. Una tristeza luminosa, en tal caso, la de Une affaire d’amour: ubicada en la Bretaña, de donde Brizé es oriundo, no hay una sola escena en la que no brille el sol. Un sol al que tal vez haya que calificar de paradójico.