Me duele una mujer en todo el cuerpo
Un albañil casado se enamora de la maestra de su hijo.
El triángulo que Stéphane Brizé describe en Une affaire d’ amour es sencillo, común, tan transitado en el cine como en el arte en general y en, digámoslo, incluso con angustia, la vida. ¿Por qué sentirnos, entonces, en este caso, frente a una joya, una joya austera? Por su tratamiento, en el que predomina lo tácito, lo sugerido, lo sutil aunque intenso. Por la capacidad del realizador francés, que con este filme debuta en la Argentina, para transmitir pasión, dilemas y frustraciones con delicadeza; para dirigir actores sin que eso sea perceptible; para utilizar cuerpos -gestos, movimientos ínfimos- en lugar de diálogos enfáticos. Es más: Une affaire...
no contiene una sola frase de amor. Apenas belleza, elegancia, matices logrados con recursos mínimos: contundencia cinematográfica.
Las primeras imágenes muestran a Jean (Vincent Lindon) a la cabeza de una armónica familia proletaria primermundista: él es albañil; su esposa, operaria de una fábrica; el hijo de ambos, un chico en edad de escuela primaria, querido y contenido por sus padres. Viven en un pueblito francés, en una campiña tediosa en su bienestar. Hasta que un leve accidente mantiene en cama a la mujer de Jean y hace que él tome contacto con la maestra de su hijo, Véronique Chambon (Sandrine Kiberlain), que sólo está en el pueblo hasta final de curso. Un dato: Lindon y Kiberlain fueron pareja en la vida real, aunque, al momento del rodaje, ya habían dejado de serlo. En la película deben construir, lentamente, un vínculo que deconstruyeron en la realidad.
Jean usa camisas leñadoras arremangadas, fuera del pantalón. Camina con los brazos levemente separados del cuerpo: es un hombre práctico, elemental, rudo y tierno, como lo demuestra también la relación con su padre, de 80 años. Véronique viste polleras largas y sweaters delicados: es más nómade, menos demostrativa y, por cierto, más intelectual. En una secuencia clave, cuando recién se están conociendo, él le arregla una ventana de su casa; ella, al principio, se exalta con el brusco ruido del torno. Pero más adelante se duerme tranquila. Horas después, Jean le pide que toque algo en un violín y la maestra, pudorosa, se disculpa: “Hace siglos que no toco frente a alguien”. Jean, práctico o ingenuo, responde: “Hágalo de espaldas”. Y así lo hace.
El cruce de mundos, de deslumbramientos mutuos, se irá intensificando. También las barreras. Suele ocurrir: a más pasión, más dificultad; y viceversa: la poderosa tentación de la incertidumbre. Por lo demás, todos los personajes tienen sus razones y no son maniqueos. El director no nos obliga a tomar partido: nos ubica en una incómoda y excitante empatía colectiva. La paz pueblerina de Jean comienza a ser asfixia; su amado mundo familiar, una corsé sentimental. En la fiesta de cumpleaños de su padre, Véronique -invitada por Jean- toca en su violín una melancólica pieza de Edward Elgar. Las miradas de los tres protagonistas transmiten, alternadamente, amor, sufrimiento, descubrimiento, resignación, tristeza. Un cuadro del que ya nadie podrá salir indemne.
El drama crece, a fuerza de detalles narrativos, de una hermosa fotografía y de una cámara nos transmite, con planos lentos, las emociones de los protagonistas. La música, omnipresente, se justifica y articula con la historia: no es un mero elemento de sostén externo. Sin ser ampulosos, los gestos de los actores hablan mucho más que las palabras. Las interpretaciones, jamás rígidas, jamás atadas a un guión, son estupendas.
Si bien el final es más estilizado que el resto del filme, el resultado es delicadamente conmovedor y opresivo. “Quiero irme con usted”, le susurra, en la cama, Jean a Véronique: más como un deseo en voz alta que como una chance. “No lo diga, si no va a hacerlo”, contesta ella. Sólo quedan el cambio radical o la agridulce, cómoda, protectora rutina conyugal, como en la extraordinaria Breve encuentro , de David Lean. Pasión fugaz, construcción matrimonial y, entre medio, inevitable desdicha.