“Antes del atardecer” porteño.
Vapor, el primer y ultra independiente largometraje de ficción en solitario de Mariano Goldgrob, comienza con un viaje en auto. Su protagonista femenina (Julia Martínez Rubio, una de las “musas” del realizador Matías Piñeiro) viaja con lágrimas en los ojos al velatorio de su padre. Montaje alterno: el coprotagonista de la historia, otro personaje sin nombre (Julián Calviño), se lava la cara y se prepara para salir a la calle sobre el final de uno de esos días de verano de altas temperaturas y humedades estratosféricas. Desde ese primer momento el espectador anticipa que ambas experiencias se cruzarán más temprano que tarde, aunque no puede imaginar que Él y Ella ya se conocen: son ex novios o amantes, y a partir de los primeros diálogos, luego del casual encuentro bajo las sombras de la noche, resulta claro que las huellas que dejaron uno sobre el otro son profundas y duraderas. Sobreviene un recorrido por calles, esquinas y bares de Buenos Aires que sólo terminará al amanecer, cuando esa otra realidad interrumpida por el reencuentro reanude su inexorable impulso.
Goldgrob dispone el relato (minimalista sólo en apariencia, ya que se dicen y recuerdan muchas cosas y ocurren otras tantas) a partir de un énfasis en tres elementos centrales: la dosificación de la información, que la conversación va revelando a partir de momentos aparentemente triviales, la búsqueda de un tono naturalista en las actitudes del dúo protagónico –logrado en casi todas las instancias– y una elaboración del ámbito urbano como tercer y esencial personaje. Ambito, dicho sea de paso, aquejado por la falta de agua en hogares y locales, que persigue a los habitantes de la ciudad –y a ese par de transeúntes– con su sequedad, parecida a la del “upite de una monja”, según dicen al unísono en un primer momento de recuperada complicidad. La tentación de hacer del personaje masculino un escritor y, por ende, de superponer otra capa narrativa no logra usurpar el lugar de privilegio que posee la historia central, que hace del movimiento el principal motor de esa despedida que ninguno parece estar dispuesto a acelerar.
Podrá pensarse, momentáneamente, en algún capítulo de la saga de los amantes de Linklater (hay incluso una referencia directa a Antes del atardecer en un diálogo temprano), pero lo que parece interesarle al realizador no es tanto la posibilidad o imposibilidad de un nuevo episodio conjunto en la vida de sus criaturas como una elaboración del duelo ante la pérdida, doble en el caso de ella. Es por eso que el pasado y el presente se confunden muchas veces en la charla, mientras la espera del último subte, la fugaz parada en un bar sin aire acondicionado o el descanso en un boliche de karaoke activa emociones casi olvidadas, relegadas a una memoria selectiva que ahora abre sus compuertas durante unas pocas horas de noctambulismo. Esa búsqueda poética a partir de elementos tan concretos, tangibles incluso, es el logro más acabado de un film pequeño, pero esencialmente honesto, sensible y sustancial.