Todo lo que sucede, sucede en un instante; el reconocimiento del deseo, un reencuentro y el aviso de una muerte. Lo hermoso de las películas peripatéticas, es decir, aquellas en las que los personajes caminan y hablan durante toda su duración, es que ese registro del tiempo en el tiempo se siente plenamente. Vapor transmite ese desplazamiento del tiempo que se sincroniza con el propio desplazamiento de los personajes. Además, Goldgrob tiene un sentido del espacio preciso y los barrios de Buenos Aires elegidos para hacer transitar a sus personajes acompañan a estos dándoles asimismo un sentido de pertenencia. Un hombre y una mujer, alguna vez novios, se reencuentran azarosamente. Él ahora está casado y ella quizás esté con alguien. Para él es una noche entre otras, no para ella. Su padre acaba de morir, dos años después de que sucediera lo mismo con su madre. El reencuentro no se define por lo extraordinario de la situación que atraviesa ella, aunque bien podría decirse que volver a ver a una persona que alguna vez se amó, sobre todo si el tiempo ha pasado, es como estar ante la presencia de un espectro. La peculiar irrealidad de las horas compartidas entre los dos personajes, un tiempo que va de la noche a la madrugada, se refuerza en esa continuidad que desconoce el fin del día y el comienzo de otro. Irrealidad de lo real que muchas veces se intuye también ante la visión de la muerte de un ser querido. Los diálogos ocasionales remiten al presente y al pasado de los personajes. La novela que él escribe desde hace tres años, la vida matrimonial, la dificultad de estar solos, el paso de tiempo, algunos recuerdos compartidos como pareja. Lo que pasa no es necesariamente lo que dicen y sienten. Vapor es una película fugaz y pequeña, pero tiene corazón y cumple lo que se propone. El esmerado registro tiene también la recompensa de sus intérpretes. Podría haber quedado en el olvido, pero al menos en esta semana se encontrará con algunos de sus merecidos espectadores.