Confesiones de infierno.
La película de Juan Minujín explota con tenacidad su potencial morboso desde el vamos: Julián Lamar (interpretado por el propio director) es un actor mortalmente disconforme con su suerte. En los primeros planos de Vaquero se lo ve en una obra de teatro under y más tarde en su participación en algo que parece ser una suerte de policial negro vernáculo. Mientras tanto, espera conseguir un papel en una película americana a punto de filmarse en Buenos Aires. Mediante una voz en off que irrumpe enfática sobre un acompañamiento de rock, el tipo nos hace saber su malestar y su odio por todo lo que lo rodea, desde las chicas que se cambian delante de él a un costado del set hasta el actor simplón, competente e hiperprofesional que está a punto de arrebatarle el puesto en la película, pasando por representantes, asistentes y compañeros de trabajo que se llevan los mayores aplausos sobre el escenario. La película dispone cada escena como un escalón más en la degradación del personaje, que fracasa en los castings, en la vida familiar y social y hasta en su desempeño sexual.
Pero lo curioso es que nunca se verifica del todo el naufragio del personaje, como si en su rol de víctima se viera obligado a seguir dando brazadas desesperadas para solaz de un espectador que pide más y más martirio. Lamar no termina jamás de caer ni hace el menor movimiento para salir de su situación; en cambio permanece replegado sobre la enunciación dolorosa e impúdica de una serie de penurias que, en realidad, parecen crearse en el momento en que son nombradas. Vemos gente que se le acerca e interactúa con él, presenciamos sus encuentros y derivas, pero solo se alcanza a advertir la naturaleza terrible de las escenas cuando son descriptas por la poética enumerativa del protagonista, que se pierde en farragosas maratones de asco y autoconmiseración.
Vaquero desciende a un infierno que está hecho de conjeturas y parece forjado con exclusividad en el laberinto de la mente perturbada de su protagonista, incapaz de asomar la nariz por encima de su propia trampa y, por lo tanto, poco confiable como testigo de primera mano de las “miserias del mundo de los artistas”. El personaje exhibe las grietas de una construcción cuyo aliento salvaje no le alcanza para hacerse redimir y convertirse en algo más que un pelele víctima de su propia impotencia. Pero lo que sucede en el fondo es que el carácter esencialmente narcisista de la película parece trastocar los papeles y ensayar una suerte de torsión en la cual la paranoia y el desprecio, lejos de quedar acotados como meras ideas que emanan de su protagonista, parecen dedicarse en forma automática a confirmar una serie de lugares comunes generales sobre el ambiente que se describe. Y es que en ningún momento Lamar se despega lo suficiente del universo que dice rechazar como para que se pueda ver con alguna precisión ese carácter supuestamente abominable. Más bien, su convencional rosario de cortejos insinceros, artimañas, hipocresías e imposturas adquieren en la película el aspecto de una materia que no termina del todo de ser indeseable, como si el director jugara a esgrimir su rabia solo para incluirla como condimento necesario de un mundillo artístico que aspire a ser verdaderamente glamoroso.