Ácida comedia sobre los actores
Julián Lamar es vanidoso y se siente frustrado, desea que lo reconozcan como actor y por eso va de casting en casting mientras trabaja en una obra de teatro independiente donde los aplausos se los lleva otro. Julián Lamar (nombre de personaje del cine argentino de los estudios) tiene un mecanismo de defensa con características arrogantes y agresivas: su propia voz en off autodestructiva, su conflicto interno frente a quienes lo rodean, su mundo chiquito –el de la actuación y el reconocimiento– que lo hace olvidar otros más terrenales, afectivos, amistosos, donde la pose no sea tan importante. Para colmo tiene un padre (Daniel Fanego, en cuatro logradas intervenciones) que elogia al que tiene al lado, omitiendo a su hijo. Juan Minujín, buen actor, se pone en la piel de Lamar, pero también se ubica detrás de las cámaras por primera vez. Y se la juega por una comedia negra, nada complaciente, que habla de un mundo en permanente competencia, de un casting a otro, de la posibilidad de ser conocido –como le ocurre al personaje– interpretando a un cowboy en una producción estadounidense.
Y por allí anda Lamar, odiando a su competidor triunfante (Sbaraglia), metiéndose en un papel secundario que recibe golpes y bofetadas, exponiendo su cuerpo (aún no su prestigio), tirado en el piso como un extra de segundo nivel.
Dura vida la de los actores, aquellas de los no conocidos aún, los que buscan la fama y el aplauso a toda costa. Sobre estos temas se desarrolla la historia de Vaquero, que consigue sus mejores momentos cuando el humor ácido y oscuro descansa en los silencios del protagonista, en los tiempos muertos donde hay lugar para la pausa y las ironías del caso, en la descripción visual del particular “mundo de los actores”. Pero Minujín, o acaso Lamar, en otros instantes del film, quedan excesivamente aferrados a esa voz en off que suena poco sincera, bastante apabullante, actuando de manera invasiva, demasiado concluyente y sin ambigüedades. Son aquellos momentos donde al cowboy se lo devora su propio ego, demasiado ego, que ya de por sí resultaba más que transparente cuando Lamar sólo miraba, sin opinar demasiado, sobre ese mundo que existe y es real. Y que, como todo mundo cerrado en su propio egoísmo, no disimula sus fortalezas y debilidades.