Un actor en busca de sus personajes
Con un humor ácido y desencantado, la ópera prima de Minujín da cuenta de todo un mundillo, el de los actores, que gira enfermizamente alrededor de la idea de éxito, de reconocimiento, de popularidad.
“Me encantó la obra... ¡Qué talento! ¿Viste que están casteando para una peli?” A la salida, la estrellita invitada al estreno de la obra del off reparte simultáneamente elogios que no suenan demasiado sinceros y chismes del ambiente, mientras se brinda generosa para las cámaras de los paparazzi, a los que tutea con la familiaridad de quien está acostumbrada a las luces de los flashes. No es el caso de Julián Lamar, a pesar de que varios de esos elogios son para él. Actor joven peleando el ascenso, Lamar sufre de una inseguridad compulsiva, pese a que tiene muchas más potencialidades de las que él mismo se reconoce. Y esa neurosis del personaje es la que explota Vaquero, ópera prima como director de Juan Minujín, también a cargo del papel protagónico, lo que hace del film una apuesta doblemente personal.
Como el mismo Minujín lo ha reconocido, el punto de partida de Vaquero fue Guacho, un corto también dirigido y protagonizado por el propio Minujín que jugaba con el mismo tema y que fue elegido para la Berlinale 2007. Pero así como en Guacho el primer motor parecía la rabia, aquí en cambio el tono ha girado hacia una suerte de humor ácido y desencantado, a través del cual Minujín da cuenta de todo un mundillo que gira alrededor de la idea de éxito, de reconocimiento, de popularidad. Que este mundillo sea el de los actores –con sus humillantes sesiones de casting, sus divisiones por castas y sus celos y envidias profesionales– no le impide a Vaquero la posibilidad de ser leído más allá de sus propios límites. La sociedad toda se mueve, cada vez más, a partir de pruebas y exámenes y de esa necesidad enfermiza de figuración y triunfo.
El dispositivo formal que utiliza Minujín (y que ya había experimentado en Guacho) es el del monólogo interior: así como frente a sus pares y a su familia se presenta como un tipo amable, tímido, a veces incluso sumiso, por el contrario su yo más profundo expresa no sólo una furia visceral contra el mundo que lo rodea sino también y, sobre todo, contra sí mismo. Ese flujo de la conciencia que la película permite escuchar del personaje –y que por momentos parece una regurgitación– castiga a todos por igual, pero antes que a nadie al propio Julián. Se culpa a sí mismo de todo, desde sus fantasías sexuales, que considera tóxicas, hasta lo que él entiende como fracasos. “Soy un cagón profesional”, se autoflagela.
Es una pena que esa voz interior no tenga un crescendo, como lo tenía en Guacho, un film donde –quizás por la brevedad de su duración– toda esa energía negativa estaba mejor encauzada en términos dramáticos. A cambio, Vaquero ofrece una serie de viñetas, de apuntes, de pequeñas consideraciones de una gran precisión, síntesis y capacidad de observación. El retrato del padre de Julián, por ejemplo, a cargo de Daniel Fanego, que en apenas un par de escenas expone sutilmente todo aquello que a su hijo le molesta –su autosuficiencia, su necesidad de seducir en toda ocasión– sin que él se anime a cuestionarlo en voz alta. Tampoco le dice al famoso actor con quien comparte un rodaje (Leonardo Sbaraglia) todo lo que piensa de él: que querría tener su aplomo, su prestigio, su dinero.
Hay una incomodidad esencial de Julián frente a su familia que es también con todo su entorno: “¡Qué desgracia que es ser actor, compartir todo el tiempo los mismos lugares con esta gente!”. Pero cuando tiene la oportunidad de establecer una relación cálida y sincera fuera de ese ámbito, con una vestuarista (excelente Pilar Gamboa), no sólo la desaprovecha: la arruina, con una mezcla de egoísmo y cobardía.
En la medida en que Vaquero gira única y obsesivamente alrededor de su protagonista, que es también su director, se podría pensar que se trata de un film narcisista. Pero en todo caso la imagen que refleja ese espejo no es precisamente benévola.