Vera Gemma y Asia Argento recorren el cementerio de Roma. Visitan la tumba del hijo de Goethe que carece de nombre de pila. Basta con ser “hijo de” para perder para siempre todo atisbo de la propia identidad. En la caminata, los fantasmas parecen despertar junto a los recuerdos del pasado, un pasado de vida y de cine. Vera Gemma es la hija del célebre Giuliano Gemma, rostro del spaghetti western, bello Adonis del apogeo del cine italiano en los 60 y 70. Vera lidia con ese recuerdo con sincera nostalgia y también con el peso de un mandato indelegable. Una belleza que en ella fue una búsqueda imposible, un remedo espectral de aquel padre inalcanzable. Pero Vera se ha hecho a sí misma, ha modelado su rostro y su cuerpo para agradar y agradarse, y también para rozar aquel mito que definió su crianza, que contagió su infancia de un aire de película.
Los directores Tizza Covi y Rainer Frimmel –conocidos por aquel éxito que fue La pivellina (2009), sobre una niña abandonada luego recogida por una familia circense- recrean la estrategia de amalgamar la observación de lo real con la elaboración de un minucioso universo de ficción. Vera, como aquella niña, está desamparada; se percibe solitaria en sus recorridos por la noche romana, desencantada tras el intento de triunfar en el cine, abandonada por los amantes que pasan por su cama. Un accidente la pone en el camino de un niño y su padre, un territorio en los suburbios que resulta fascinante y desconocido. Desde allí la película entreteje un camino impensado, lleno de sobresaltos y vericuetos, con Vera latiendo en su centro, siempre en carne viva.
La fortaleza de la película radica en su sutil estructura, esquiva a los rigores del documental y abierta a la magia de la ficción. Covi y Frimmel atesoran la potencia de Vera Gemma sin nunca convertir a ese personaje en un instrumento, arribando a lo profundo de su corazón con la mirada más noble. Vera disfruta de los encuentros con los demás, vive su generosidad como una apuesta a los mismos dioses que dieron a su padre éxito y belleza. Su necesidad de amor, de genuina comprensión de aquellos a quienes conoce, se desliza en su vocación confesional, en esas charlas trasnochadas sobre la vida en la casa de su infancia. Con su hermana recuerdan las rinoplastias que se hicieron para tener la nariz perfecta, el terror a la gordura; con Asia, la experiencia compartida de tener un padre famoso, los espectros que habitan en la sala de cine.
Ingmar Bergman creía que no había mejor formar de acercarse a la verdad que a través de la máscara: Persona consagra en su título esa idea. Y Vera es pura máscara y artificio, su pelo platinado, sus pómulos modelados por el bisturí, el sombrero de cowboy y los chalecos de piel confeccionan su máscara permanente al igual que su doliente revelación. Es en ese territorio artificial donde los directores descubren lo real, las lágrimas húmedas detrás de los llantos de ficción. Y también consiguen una narrativa llena de sorpresas e intrigas, una aventura que trasciende al personaje, que habla de cine y de fama, de padres e hijas.