Todos los años nos llega un retrato fílmico de Tomas Lipgot. Ahora es tiempo de gitanos, y es muy bienvenido.
Una indicación al inicio comunica una sociología mínima: los gitanos, al menos según uno de los miembros de la familia elegida por Tomás Lipgot para retratarlos, dividen el mundo en dos hemisferios asimétricos: por un lado están los gitanos, sin distinción de procedencia; por el otro, el universo simbólico de los payos, es decir, todos aquellos que no son gitanos.
A diferencia de la lógica que domina el espacio público vernáculo, en el que el uso del vocablo “ellos” sintetiza desprecio y desinterés por examinar las razones del otro, Lipgot asume que el único modo de mirar a sus personajes, una familia numerosa de gitanos de apellido Campos que vive en San Miguel, provincia de Buenos Aires, y proceden de España, es intentándolo desde la estricta perspectiva de ellos.
El video familiar de un casamiento incluido en el inicio del filme es de por sí una cifra del procedimiento poético: para entender hay que aprender a ver más allá de la mirada de los payos, de tal modo que la profesionalidad del director consiste en sostener una cercanía con las formas elegidas por sus propios retratados. (La escena en la que la familia ve un partido de la selección argentina es clave, sobre todo cuando de pronto en donde ven el partido se los ve a ellos viendo el partido).
Durante todo el filme, todo el grupo familiar compuesto por padres, madres, tíos y tías contarán cómo se constituye la identidad gitana, la cual depende de una política doméstica de la identidad que rige amablemente desde los usos de Facebook hasta las reglas del matrimonio. Los niños asisten a la escuela de los payos hasta que aprenden a leer y escribir. Las mujeres llegan virgen al matrimonio. Al mar se entra vestido. Estas normas, como otras, invitarían a pensar que se trata de una vida ascética y circunspecta, aun anacrónica, pero tan sólo basta ver a los jóvenes cantar flamenco y a las mujeres bailar la música de los antepasados para darse cuenta de que entre los gitanos existe otro modo de concebir la sensualidad y la libertad. Las reglas tienen un objetivo preciso: perpetuar una cultura y sus prácticas. El filme sugiere que, en la era digital, eso será cada vez más difícil.
Hay algo que falta en Vergüenza y respeto, y que no es justamente la dilucidación de esos dos vocablos del título que en cierta medida denotan con claridad los límites de la moral gitana o el modo por el cual un gitano ejercita su autoconciencia y evalúa su conducta individual en el mundo que participa. Eso que falta y que muchas veces es fuente de prejuicios y sospechas por parte de los payos cuando piensan acerca de esta etnia surgida en la India no es otra cosa que la actividad económica. Los Campos no son ricos, pero es evidente que no tienen apremios materiales, aunque también se percibe que el barrio en el que viven y la vida que llevan poco tienen que ver con la ostentación y el consumo. Pero esa actividad imprescindible para cualquier grupo humano permanece en fuera de campo, y en este caso resulta particularmente interesante o relevante la falta, debido a que en el intercambio comercial no se puede evitar jamás la interacción con los payos y sus propias costumbres y modalidades laborales. Esa zona de intercambio es potencialmente significativa. Poco y nada se llega a divisar al respecto, y en cierto sentido esa ausencia debilita la película, que parece delimitada a retratar las costumbres, en su mayoría asociadas al ocio. Los gitanos no solamente bailan y cantan.
La sensibilidad histórica de Lipgot por aquellos que han sido perseguidos es manifiesta. En su película precedente, el director se ocupaba de un sobreviviente de un campo de concentración nazi; ahora, su interés se focaliza en un grupo étnico a menudo estigmatizado. Lipgot no mostrará jamás cómo logró la empatía y confianza de sus personajes, aunque después de los créditos finales hay un plano que demuestra muy bien la cercanía entre el equipo de filmación y los Campos. Lo que es evidente es que, al final, el respeto que el director tiene por sus retratados será contagioso, un imperativo estético que deviene en ético. Ellos serán nosotros; de no ser así, tendremos vergüenza.