No hay que comprar lo que se vende
Hay directores que realmente se creen la gran cosa. Basta con lograr un par de buenas pelis -lo cual es meritorio, claro que sí- y contar con la obsecuencia de un buen puñado de snobs para que se crean que lo pueden todo. Y ahí va el bueno de P. T. Anderson, dispuesto a escribir, producir y dirigir un filme basado nada menos que una obra de Thomas Pynchon.
Desde el principio notamos que algo no está bien. El ritmo, el tono, los jactanciosos diálogos de los personajes pasados de falopa que deambulan por una California de principios de los setentas, no terminan de meternos en la trama. La ambientación es genial, el casting también, pero Anderson no decide el tono, ni sabe como narrarnos el cuento sin embrollarse de una forma que hacía tiempo no veíamos en un director profesional.
Hay un detective hippie onda Wolverine que debe descubrir qué pasó con una chica que ha desaparecido. En el medio hay un millonario y un policía que odia a los hippies, y por ende al detective en cuestión. Y muchos nombres que van apareciendo en el relato, muchos, y situaciones que suman incoherencia. Mafia, sectas, traiciones.
No caemos en la trampa tan burda que Anderson nos pone. La de usar al genial Joaquin Phoenix como elemento pirotécnico para sacudirnos el tedio que propone desde la pantalla. Sopor nos produce el relato al promediar la proyección, y es todo tan confuso que tal vez haya que estar tan fumado como el protagonista para encontrarle algún significado a todo esto. Pero no, gracias. Los que se despierten media hora antes del final se habrán evitado el disgusto y verán como todo cierra más ordenadamente en una historia que le debe bastante a los Coen, y -aunque lo pretenda- nada al buen policial negro que merece ser visto antes que esto.