EL ATRACTIVO DE LO INASIBLE
Un ritmo caótico signa a Vicio propio (Inherent Vice, 2014), séptimo largometraje de Paul Thomas Anderson, adaptación de la novela homónima (2009) de Thomas Pynchon y una de las películas más esperadas del año. Los motivos de la espera ansiosa eran varios: por un lado, Paul Thomas Anderson viene posicionándose desde hace años como uno de los cineastas fundamentales de la escena contemporánea y, por lo tanto, tiene sentido que todas sus películas se esperen con excitación. Pero Vicio propio posee otras características que, ya antes de su estreno, la convertían en una curiosidad: Pynchon es conocido por sus novelas delirantes, de ritmo ágil, tramas abiertas y múltiples referencias culturales. La pregunta del millón era cómo iba a hacer Anderson para adaptar a Pynchon y salir airoso de la aventura. También se rumoreaba que con Vicio propio Anderson iba a volver más abiertamente al humor y que, al estar ambientada en los 70s, podía llegar a tener relación con ciertos policiales notables y rupturistas del período del New Hollywood.
Tras esta contextualización informativa de rigor, pasemos a la película. Como ya señalaron varios críticos, en Vicio propio el desarrollo de la trama no es lo central. Es decir, en la película no se respeta cierta estructura tradicional del policial, donde el conflicto se resuelve progresivamente, o se persigue una suerte de clímax narrativo a medida que la trama se vuelve más cristalina y la tensión aumenta. Por el contrario, el ritmo no contribuye a construir un crescendo de tensión. Eso queda claro desde el comienzo: ya en el carácter ligeramente onírico de la primera escena, cuando Shasta (Katherine Waterston), ex pareja del protagonista (Larry “Doc” Sportello, interpretado por Joaquin Phoenix), lo visita para hacerle algunos comentarios misteriosos sobre su pareja actual y pedirle que investigue, resulta evidente que la subjetividad de Sportello impregnará a toda la película.
El tono diluido de Vicio propio surge de que esa subjetividad se encuentra afectada por el consumo de distintas drogas. La cámara siempre está cerca de Sportello y, junto a él, vamos descubriendo la trama policial, que involucra a un centro de rehabilitación para drogadictos que es creado por narcotraficantes para así duplicar sus ganancias a través de un círculo vicioso. Sin embargo, a diferencia de ciertos policiales de los 70s, donde la droga está en la vereda de enfrente (y, si es eventualmente consumida por los policías o investigadores privados, sigue estando vinculada con la culpa, con aquello que no se debe hacer), en Vicio propio la droga es todo: es ese punto entre alucinación y cuelgue que impulsa a Sportello durante las dos horas y media de metraje y le permite procesar de distintas formas su soledad y su dolor por Shasta, su ex pareja en peligro, que todavía tiene en él un impacto emocional.
La sola idea de una película construida desde la subjetividad de un consumidor de drogas llevó a que muchos la emparentaran, incluso desde antes de su estreno, con dos películas famosas de los 90s: Pánico y locura en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, Terry Gilliam, 1998) y, sobre todo, El gran Lebowski (The Big Lebowski, Joel y Ethan Coen, 1998). Tanto la expectativa de que Vicio propio estuviera emparentada de algún modo con estas películas, como la idea difundida de que se trataba de una comedia, dio como resultado que muchas personas se sintieran decepcionadas. El problema, como tantas otras veces, está más en las expectativas que en la película en sí. Vicio propio no es exactamente una comedia. Sí hay momentos cómicos aislados, y un tono absurdo general envuelve al film, pero su ritmo es quebrado, desconcierta, no fluye en una comicidad galopante, como sí ocurre en las otras películas mencionadas.
Una de las sensaciones centrales que transmite Vicio propio es, justamente, desconcierto. Un desconcierto que está estrechamente vinculado con la geografía laberíntica de Los Angeles, con una humedad opresiva que hace que todo parezca cien veces más ridículo y pesado que lo que debería ser. En este sentido sí hay una relación tanto con un policial de los 70s como El largo adiós (The Long Goodbye, Robert Altman, 1973), como con El sueño eterno (The Big Sleep, 1946), adaptación de Howard Hawks de la novela de Raymond Chandler, donde la lluvia, la neblina y la humedad californianas tienen un rol central en muchas de las escenas que transcurren en exteriores. La relación entre Vicio propio y El sueño eterno, en realidad, es doble porque, como se destacó en varias reseñas, ambas construyen un desamparo creciente, y ambas logran abrir sus tramas hasta puntos incómodos, generando la impresión de que el investigador se encuentra cada vez más lejos de la resolución de la intriga.
Otro aspecto en el cual Vicio propio se distancia de la mayoría de los noirs y neo-noirs es que la trama de corrupción subyacente no suma oscuridad. En la película de Anderson el foco no reside en el clima envolvente y asfixiante, como ocurría en clásicos como Barrio chino (Chinatown, Roman Polanski, 1974) o Pacto de sangre (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944), sino en un diálogo lúdico con esas películas. Tanto el mosaico de personajes delirantes como los destellos de comedia y la constante sensación de inverosimilitud que contiene al relato, son resultado de un afán revisionista que atenta contra la densidad típica del noir. Vicio propio refiere todo el tiempo al noir, lo señala, lo interroga, y ahí reside, justamente, la gran diferencia con El sueño eterno: Hawks filmó una película novedosa en un contexto clásico, mientras Anderson se distancia ferozmente de ese clasicismo, mirando con escepticismo al universo simbólico del policial.
En lo que refiere a los vínculos con el resto de la filmografía de Anderson, Vicio propio no es ni una construcción coral como Boogie Nights (1997) y Magnolia (1999), ni una exploración principalmente subjetiva como Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) y Petróleo sangriento (There Will Be Blood, 2007). De las primeras, toma el regodeo en personajes estrambóticos. De las segundas, la estrecha relación entre la cámara y la perspectiva del protagonista. Con Petróleo sangriento (y con The Master (2012)) también comparte el intento por poner en diálogo a su personaje principal con el contexto sociohistórico en el cual transcurre el relato. La gran diferencia entre Vicio propio y sus predecesoras reside en su descontrol y allí reside, al mismo tiempo, una de sus principales fallas: si Anderson parecía sentirse a gusto en esa construcción milimétrica de la épica del individuo que es Petróleo sangriento, donde cada crescendo dramático parecía estar planificado hasta la locura, en Vicio propio la ligereza nunca termina de hacerse presente. La ligereza debe surgir de una aparente autonomía del relato; una suerte de vida propia que sí aparece en algunas novelas de Pynchon. Anderson, discípulo de Kubrick, no acierta en transmitir con éxito esa libertad.
Hay un aspecto de la película que vuelve comprensibles tanto el anticlasicismo de Vicio propio, como su distanciamiento de El gran Lebowski (y de otro cineasta con el que, sorprendentemente, algunos críticos la compararon: Quentin Tarantino), y consiste en un rechazo contundente de lo icónico. Si cineastas como Wes Anderson, los hermanos Coen o Tarantino filman películas que pueden ser resumidas en un plano o una imagen fundamental, Paul Thomas Anderson busca que la clave de sus obras se encuentre en el conjunto. Ni el espíritu de “resumen de los tiempos” de Magnolia, ni la tristeza asordinada de Embriagado de amor, ni este viaje caótico que es Vicio propio pueden atraparse en un solo momento. Es justamente por eso que escenas como el consumo de cocaína en la oficina del dentista o la devoración de cannabis por parte del personaje de Josh Brolin resultan tan chocantes: porque cada personaje se relaciona con una figura clave de la estructura narrativa del policial y, a la vez, cada personaje se distancia de esa figura clásica a través de características humorísticas o psicóticas. Anderson corre todo el tiempo, simultáneamente, detrás del delirio y la belleza. Es este distanciamiento tanto de la iconografía clásica como de la iconografía bizarra lo que vuelve a Vicio propio una película complicada, difícil de asimilar, pero al mismo tiempo atractiva en su constante generación de extrañeza.