Promediando la narración en abismo de VICIO PROPIO, la narradora del filme hace algo bastante inusual no sólo en el marco de la película sino de la filmografía de Paul Thomas Anderson: explica el título. No, no dice que se basa en una novela de Thomas Pynchon, sino que va a su definición científica: “un vicio propio (o inherente) es la tendencia de los objetos físicos a deteriorarse a causa de la inestabilidad de sus componentes y no por agentes externos”. La expresión “vicio propio” es particularmente usada por las aseguradoras para no hacerse cargo de indemnizar por los daños que se producen en objetos debido a ese hecho. En la película de Anderson que lleva ese título –y en la novela de Pynchon también–, esa semilla autodestructiva puede ser una metáfora para tantas cosas que ni siquiera vale la pena resumirlas. Pero, fundamentalmente, si uno sigue la carrera del realizador, es obvio que ese “vicio” es una suerte de falla fundamental, constitutiva, del llamado sueño americano.
A lo largo de sus siete películas –pero fundamentalmente en sus últimas tres, PETROLEO SANGRIENTO, THE MASTER y ésta–, Paul Thomas Anderson (de aquí en más, PTA) va trazando una suerte de trama oscura y paralela de los Estados Unidos que involucra desde la expropiación de tierras a fraudes económicos pasando por los fenómenos religiosos, todos ellos potenciales “vicios propios” del sistema. Si una nación o una cultura se autodestruyen por fallos inherentes a su propia constitución –vicios, siguiendo esa lógica, por los que nadie te va a indemnizar–, la película se convierte en un retrato de una época en la que el producto parecía estar a punto caramelo de su autogenerada extinción. Y no había nadie que pudiera ni quisiera hacerse cargo.
inherent4A su manera, el título habla de la propia obra. Tanto Pynchon como Anderson son conscientes que el “film noir” tiene un vicio inherente y ellos no piensan devolverte el dinero si no estás satisfecho con el resultado. Ese “defecto” del género está en su propia lógica, en su encadenamiento caprichoso de hechos, situaciones y personajes que sirven más para pintar un momento y un lugar que para seguir con la tarjetita del realismo la concatenación de acontecimientos. Si pensamos, encima, que el cine negro tuvo su momento de gloria durante la última parte de la Segunda Guerra y años posteriores (vicio propio del sistema, Exhibit 1), su reencuentro y relectura en los ‘70 (post-Vietnam, post-hippismo, post-Altamont, Manson y el Verano del Amor) habla de la tarea detectivesca como una manera de lidiar con esa decepción: el objeto va a fallar, alguien intentará encontrar explicaciones y seguramente terminará perdido en su propio laberinto.
A todo esto, VICIO PROPIO es una comedia. O una especie de comedia. A su modo, PTA trata de combinar los códigos y las tramas infernalmente esquivas de novelas de Chandler, Hammett y compañía (y películas como AL BORDE DEL ABISMO, LAURA o tantas otras) con el espíritu laid-back de la California de los ‘70, a mitad de camino entre las relecturas del género hechas por Robert Altman en UN ADIOS PELIGROSO (así se llamó aquí su adaptación de EL LARGO ADIOS, de Chandler) y la más delirante de los hermanos Coen en EL GRAN LEBOWSKI, cuya trama no era otra cosa que una versión lisérgica de la que tenía aquella gran película de Howard Hawks con Humphrey Bogart.
inherent1No habrá resumen de trama aquí porque es, literalmente, imposible. A lo sumo, vale la pena saber que hay un detective privado drogón que responde al nombre de “Doc” Sportello (Joaquin Phoenix lookeado como Neil Young circa “After the Gold Rush”) que recibe la visita de Shasta (Katherine Waterston, la hija del gran Sam Waterston) quien le avisa de una supuesta trama familiar para hacer declarar “loco” a un magnate con el que ella ahora está en pareja y quedarse con su dinero. Pronto, el millonario y Shasta desaparecerán. Y habrá un policía que odia a los hippies como a nada en el mundo (Josh Brolin), que lo perseguirá en casi todo momento. Y aparecerán otros, muchos personajes más, que irán llevando esa historia detectivesca a lugares imposibles en los que se mezclan prostitutas asiáticas, judíos neonazis, tráfico de drogas, barcos misteriosos, apropiación de tierras, saxofonistas espías, policías fetichistas, dentistas cocainómanos y unos cuántos etcéteras más.
Uno tras otro, en la lógica imposible de la película, estos personajes irán presentándose o encontrándose con Doc e irán desviando la trama en una curva que nunca parece acabarse hasta que termina por dar la vuelta completa. Los consumos de Doc harán también pensar que ni él tiene muy en claro si lo que está sucediendo frente a sus ojos es real o parte de su lisérgica imaginación, por lo que su libretita de apuntes cobrará un significado entre aclaratorio y gracioso a lo largo de los eventos cada vez más absurdos que le toca vivir. Lo que une, claro, a esta imposible y azarosa marcha por los barrios y los personajes más extravagantes de Los Angeles en su época más extravagante, es el interés romántico de nuestro antihéroe, su necesidad de reencontrarse con Shasta, aquel amor ideal que (vicio propio del sistema, Exhibit 2) lo dejó con el corazón roto hace ya un tiempo. Ese es el corazón literal de la película, el que lleva al espectador a entregarse a los sucesos cada vez más absurdos imaginados por Pynchon y recreados cinematográficamente por Anderson.
INHERENTUno de los grandes placeres de ver las películas de PTA es notar hasta que punto, formalmente, el hombre logra capturar el espíritu de lo que cuenta. Y no me refiero a diseño de producción, arte o maquillaje. Hay algo, si se quiere, misterioso en la puesta en escena de sus filmes que vuelven al espectador parte de ese mundo. Tal vez solo como Kubrick podía hacerlo, PTA tiene la hipnótica capacidad de transportar al espectador al universo de los personajes, hacerlos sentir tan perdidos como ellos pero igualmente parte de esos escenarios. Seguramente algunos espectadores se sentirán afuera de la propuesta, pero es innegable que ese poder de succión está ahí y siempre lo estuvo: Anderson nos llevó de discotecas californianas a pozos petroleros y de ahí a encuentros pseudo-religiosos no solo por sobreabundancia de detalles de época sino por poder de sugestión. Y cada vez más. Si al principio de su carrera nos separaba un poco de sus relatos por sus intentos de mostrar su pericia acrobática en la puesta en escena hoy eso ya ha desaparecido. VICIO PROPIO es un viaje más ácido que turístico, uno que pone al espectador en ese estado mitad somnolencia y mitad inconsciencia del protagonista y del mundo en el que vive.
VICIO PROPIO es, finalmente, un nuevo capítulo en este retrato de self-made men que han tratado de surfear el sistema por sus bordes, perdiendo la mayor parte de las veces la chaveta en el proceso. Son vidas sin garantías ni indemnizaciones en un país –o una sociedad– que casi nunca suele hacerse cargo de las consecuencias de sus actos, sino hasta mucho, demasiado tiempo después, cuando las transforma tardía y equívocamente en banderas de corrección política. Es, como BARRIO CHINO, un film noir sobre la imposibilidad de acceder a los significados de ciertos misterios, sean estos concretos (tráfico de drogas, desfalcos inmobiliarios, etc) o psicológicos, en un camino que lleva de vuelta, inevitablemente, a la gran frase final de aquel filme: “Olvidalo, Jake, es Chinatown”. Cámbienle el nombre y el barrio de Los Angeles, pero el sentido es el mismo y la película es igualmente extraordinaria.