Apenas salí de ver Vicio propio tuiteé “Embole mayúsculo Inherent Vice. Lo mejor es Josh Brolin que debería hacer de Boogie El Aceitoso alguna vez”, con esa liviandad propia del género “crítica cinematográfica en Twitter”, género que tiene la virtud de ser honesto y salir de las entrañas, pero que suele ser también bastante injusto.
Quiero matizar, sin embargo, mi opinión original de que Vicio propio es un embole mayúsculo (aunque lo es). No queda inteligente juzgar a una película por cuánto lo entretuvo a uno, en primer lugar porque eso es algo muy subjetivo y también porque no siempre el objetivo de una película es el de entretener. Pero veamos.
Vicio propio viene con la carga pesada de ser la primera adaptación cinematográfica de una novela del escurridizo y confuso escritor Thomas Pynchon y de estar dirigida por uno de los realizadores más personales de Hollywood: Paul Thomas Anderson. La historia está ambientada en California, años setenta, y está protagonizada por un detective privado que se la pasa fumando porro (Joaquin Phoenix) y que se cruza con diferentes personajes extravagantes en la búsqueda de una ex novia desaparecida (Katherine Waterston).
Si hay algo que logra Anderson es sumergirnos en su mundo, en esa California años setenta que es SU California años setenta. Con una conjunción de planos cortos y diálogos largos, de cantidad de personajes que van entrando y saliendo de la trama sin demasiada explicación, Vicio propio termina siendo un viaje en el que a partir de cierto momento ya no importa demasiado quién es quién ni por qué pasa lo que pasa. Como si el espectador estuviera tan fumado como el protagonista, empieza a perder la memoria de corto plazo.
Pero Vicio propio tampoco es una comedia fumona clásica, aunque tiene algunos momentos graciosos. Anderson se empeña en esquivar el lugar común y no apela a los típicos recursos artificiosos con planos raros o trucos visuales que remitan a lo onírico. Y aunque hay cierta estética de neón, más allá de la obvia de los títulos, el efecto de trip está logrado gracias a los diálogos, los personajes, la música y la ambientación.
A lo que sí cede Anderson es al casting innecesariamente juguetón. Más allá de Phoenix y de un extraordinario Josh Brolin -como dije, una especie de Boogie El Aceitoso- pasan por ahí en papeles demasiado breves Eric Roberts, Maya Rudolph, Benicio del Toro, Owen Wilson, Reese Witherspoon, la actriz porno Belladonna, Martin Short y Martin Donovan, entre otros un poquito menos conocidos. Por momentos la película parece una sucesión de sketches desparejos (el de Short es muy divertido pero parece de otra película) sin demasiado sentido general. Pero, eso sí, esa estructura contribuye a la sensación de trip fumón en el que ya no nos acordamos por qué pasa lo que pasa.
Si bien se puede festejar que Anderson no transe con un soundtrack demagogo ni explote las cualidades acrobáticas del montaje que le vimos en Magnolia, el resultado termina siendo agotador. Puede que esa fatiga que provoca sea la misma que provoca la poética de Pynchon, un tipo conocido por sus tramas y su prosa inasequibles.