Todo es una puta locura
Vicio propio, la última señal histriónica del talentoso Paul Thomas Anderson, confirma las virtudes del director, da nuevas muestras de su ambición y de una inteligencia capaz de hacer respirar la literatura de Thomas Pynchon sin resignar las posibilidades del dispositivo cinematográfico. Su política en torno a la adaptación o transposición está a la altura de directores como Cronenberg (pensemos en Crash o Naked lunch) o el Ferreri de Ordinaria locura en la incursión al universo de Bukowski. El ejercicio de filmar novelas imposibles a partir de la captación de una atmósfera particular, susceptible de ser amplificada en la pantalla, da cuenta de decisiones acertadas y arriesgadas.
De todos modos, no hace falta que el pesado referente de la obra literaria se erija como un pedestal amenazante para evaluar los méritos propios del film de Anderson. El primero de ellos radica en la potencia creadora de sus imágenes, en la astucia con que plasma una idea, una sensación. Sin ir más lejos, cómo conciliar la forma con el contenido. En este sentido, el visionado es una experiencia similar a escuchar un largo tema psicodélico de Grateful Dead o Jefferson Airplane. Las nubes de humo que exhala el protagonista Doc Sportello (magistral Phoenix) parecen salir del rectángulo de la pantalla para proponernos el marco de un policial con los pies en la cabeza. Su trabajo como investigador depende más del instinto y del azar, que de la razón. Toma delirantes notas en una libreta a medida que le llegan pistas en este tablero pesadillesco. Así vemos, desde el comienzo, de qué manera los signos representativos del género en su versión negra son reformulados: la oficina improvisada cercana a la playa, alejada del típico escenario urbano, caótica; la figura de Doc con los ojos vidriosos no vende la estampa trajeada de un Marlowe precisamente; y la bella joven hippie que se acerca a pedir un favor está lejos de la fría femme fatale del legendario género. “Ser tonto y sordo es parte de mi trabajo” declara Sportello mientras fuma porros incesantemente. Y a medida que aumentan la intensidad y la trama laberíntica de su búsqueda, se incrementan proporcionalmente las pitadas. La cuestión de la verdad siempre será una utopía en el contexto de un país gobernado por Nixon, más allá de que hay demasiada sustancia para develar secretos. También, la narración en off a cargo de una mujer es otra vuelta de tuerca más posible al instalar un logos discursivo femenino y un tono sensual que se va armando como la historia misma. Es una voz espectral cuyas palabras también simulan estar afectadas por alguna sustancia o conocimiento astral. A partir de esa primera escena, y casi de manera imperceptible, Anderson nos sumerge en su compleja propuesta sin concesiones y nos ofrece algunos de los planos más generosos por su estética que el cine americano pueda darnos en años.
El otro aspecto sobre el que insiste el director, como ya lo había anticipado en Petróleo sangriento y The Master, se basa en lo vincular entre los personajes masculinos. Josh Brolin interpreta a un policía impulsivo, Big Foot, violento y frustrado. Descarga su ira verbal y física contra un desprevenido Doc. Como suele ocurrir en los films de Anderson, nunca es una relación que transite carriles psicológicos estables y el contrapunto siempre encubre aristas. La diferencia entre ambos puede notarse en las mujeres que tienen al lado y en los espacios donde viven, pero no faltará algún puente que una sus acciones. Hay una conversación hacia el tramo final de la película que es un prodigio con pocas palabras y una muestra más de cómo incomodar a partir del distanciamiento, una de las armas secretas que mejor maneja el director. Se da en un momento que está a la altura de una de las frases que pronuncia un melancólico soplón: “todo es una puta locura”. Con locos como Anderson, el cine norteamericano actual respira saludablemente.