Séptima película de Paul Thomas Anderson (en adelante PTA). Un director lineal (con partes sinuosas pero lineal al fin) en términos narrativos; pero de los más exquisitos exploradores de los recovecos mentales de sus personajes y por carácter transitivo del ser humano. Desde la butaca sus relatos parecen por momentos perder el hilo central, como vimos en “Magnolia” (1999) o en “Embriagado de amor” (2002); o irse por las ramas como en “Petróleo sangriento” (2007) o “The Master” (2012). Pero sólo parecen… Cada elemento, referencia geográfica, contextualización de época y cada acción de sus criaturas encontrará tarde o temprano la debida justificación, que además dará un peso específico a sus conflictos internos. De esos conflictos se nutren las historias que cuenta y no necesariamente porque los explique. Algunos están implícitos y se adivinan con sólo ver como hablan o caminan sus personajes (Tom Cruise en “Magnolia”, Daniel Day Lewis en “Petróleo sangriento”, todo el elenco de “Juegos de placer”, 1997).
En “Vicio propio” se da una comunión de esas que se celebran mucho tiempo: un libro del gran novelista Thomas Pynchon, heredero lisérgico de la Generación Beat, se adapta por primera vez al cine y encuentra en Paul Thomas Anderson (segunda vez que no filma un guión original propio) su media naranja, su crema del café. Algo así como Mario Puzo–Francis Coppola. Después de ver este acercamiento uno ya imagina (entusiasmado) “Vineland” o “La subasta del lote 49” como proyecto en conjunto.
Ninguna obra de éste realizador baja de las dos horas y cuarto como promedio. Estadísticamente no significa nada, pero da la casualidad que ninguno de sus personajes es precisamente un monumento a la transparencia, y paradójicamente es en esa opacidad en la cual se especializa en bucear tomándose el tiempo que considera rico y necesario (vuelva a ver “The Master”, sino).
“Vicio Propio” se instala en 1970, en una imaginaria playa de California. Entramos en un cambio de década con la inexorable desaparición de los ideales hippies de los cuales sólo queda la cáscara y la forma de hablar, vestirse, escuchar música y drogarse. Se acerca el fin de la guerra de Vietnam, irritan los discursos de Nixon y, como nunca, la sociedad norteamericana se ve inmersa en un cambio modelo cultural que a la fuerza quitó varias capas de un conservadurismo ensombrecido por los asesinatos del clan Manson. Como siempre las grandes ciudades están a la vanguardia de estos cambios y Los Angeles está ahí, instalada en la burbuja.
En esa burbuja de gente de plata, de dealers, de aturdimiento artístico, inmerso en fumaderos, y una autoridad policial instalada en la mano dura bien derecha. Allí, en los confines de poderes tanto en la “cúpula” como en el “sótano” de la cuidad, se mueve “Doc” Sportello (Joaquin Phoenix). Doc es un detective de esos descriptos por Raymond Chandler o Dashiell Hammet; con la misma oscuridad pero descalzo y de día. Se mueve como pez en el agua en cualquier estrato. Un día aparece Shasta (Katherine Waterston), un viejo amor de Doc que le pide ayuda para encontrar a su actual novio misteriosamente desaparecido. Por ese inexplicable amor que todavía siente, por no poder soltar la imagen de esa mujer que le movió la estantería, el detective inicia el derrotero para encontrar a Mickey Wolfmann (Eric Roberts, un pope de los bienes raíces, de esos que uno no quiere conocer. No será fácil el camino.
La película está narrada, sí; pero no por el protagonista, como suele suceder, sino por una conocida del mismo. Como si el espectador tuviera frente a sí a un soplón que va lanzando chimentos.
“Vicio propio” posee una impronta de comedia mezclada con el policial negro, pero sobre todo un argumento en el cual los ‘70 y su magia ácida son el catalizador por definición de cada uno de los escenarios visitados por Doc. Es un tour por el lado B de la sociedad. Esa que casi nadie ve ni quiere ver. En ese camino irán apareciendo personajes singulares que impactan directamente en los giros argumentales de la historia.
A la manera de micro escenas diluidas en sus extremos, iremos conociendo a distintos personajes y la electricidad que se provoca entre ellos. Bigfoot (Josh Brolin, impecable), una especie de gurú del fumo, o el abogado Sauncho Smilax, esq (Benicio Del Toro) quien se transformará en el proveedor de información necesaria para concatenar los hechos siguientes. PTA propone el ritmo de “Al borde del abismo” (1946) pero no siempre funciona convenientemente. La electricidad que se genera entre Doc y el resto tiene un chispazo y luego se diluye, otorgándole cierta arbitrariedad a cada micro escena, lo cual contribuye negativamente porque el espectador asimila que el primer impacto es por ver qué famoso está haciendo un cameo en lugar del personaje que éste encarna y que aporta a la trama. Salvo por eso y algún subrayado innecesario en la banda sonora, estamos frente a otro exponente del buen cine de autor que parte de la mente de uno de los mejores directores de cine de esta época.