Tan ambiciosa como fallida.
Paul Thomas Anderson es uno de los cineastas clave del cine estadounidense desde la década del noventa. Desde su ópera prima, Hard Eight, estaba claro que tenía una voz distintiva, talento y claridad para posicionarse en una tradición. Le siguieron Boogie Nights, Magnolia, Punch-Drunk Love, Petróleo sangriento y The Master. El suyo es un cine ambicioso, por momentos con delirios de grandeza inusuales, en la mayoría los casos con resultados exitosos. Anderson ha homenajeado con su cine a sus cineastas admirados; notoriamente a Martin Scorsese en Boogie Nights, a Robert Altman en Magnolia, a Stanley Kubrick en The Master. En Petróleo sangriento, además, se había animado a la transposición de Upton Sinclair.
En esta película se anima otra vez con la literatura, en este caso nada menos que con Thomas Pynchon. Que las dos películas más fallidas del director sean justamente las dos basadas en novelas no debería llevarnos a unificar defectos. Los problemas de obviedad metafórica y grandilocuencia de Petróleo sangriento no son los de Vicio propio. La primera caía por una apuesta que ignoraba, por ejemplo, las enseñanzas delirantes de John Huston en El juez del patíbulo (1972) a la hora de contar temas conectados con el origen del siglo XX de los Estados Unidos.
Vicio propio cae por su desdén por la fluidez, por su búsqueda infructuosa de "onda", por llamar la atención reiteradas veces y sin elaboración sobre las secuelas del fin del sueño de los sesenta. Por no encontrar nunca la veta policial, ni de comedia inusual, ni de muestrario freak de personajes interpretados por más de una decena de actores y actrices notorios. La voz narrativa evocativa, demasiado literaria, choca con la tenue farsa general y con el tour de force actoral de Joaquin Phoenix y sus ojos abiertos enfáticamente.
El film cuenta vagamente la búsqueda por parte del investigadorhippie Doc Sportello (Phoenix) de su ex novia y de un millonario. Y malgasta referencias históricas -Panteras Negras, clan Manson- en meros suvenires. Desperdicia actores en líneas de artificio imposible y en situaciones que no encastran entre sí: cualquier secuencia puede seguir a cualquier otra.
Eso no sería un problema a priori (hay muchas grandes películas con lógica episódica casi autónoma), pero aquí no hay imaginación delirante, ni siquiera los modestos logros de los trips bajo influencia de Pánico y locura en Las Vegas, y cada diálogo explicativo anodino, extenso y eternizado -notoriamente los de Phoenix con Martin Donovan, Del Toro y algunos con Josh Brolin- habla a las claras de que el juego quebrado narrativamente no es tal y que no se supo podar la literatura. Más allá de algunos buenos momentos de los actores -Witherspoon y Brolin pueden con cualquier cosa, evidentemente-, algunos encuadres con brillo propio y las habituales habilidades de musicalización del cine del director, Vicio propio es ejemplo cabal de película fallida y de caída desde las alturas.