PERDIENDO EL CONTROL
La lectura de Thomas Pynchon es lisérgica. No es un autor fácil para paladares débiles, sus libros en general hablan de conspiraciones, manejos políticos, manipulaciones de todo tipo. Son, en definitiva, libros fuertemente políticos. Habla (más bien escribe, porque es un tipo poco dado a la cosa pública) sobre EEUU, su historia, su devenir, el sueño americano, la desintegración de un país; casi siempre sus libros adquieren la forma de las conspiraciones como formas de la ficción que intentan explicar el mundo, su mundo desde el delirio y la paranoia. Su objetivo, pareciera ser, es buscar siempre y no encontrar nunca la esencia, el nudo, el eje, por eso, sus ficciones son laberínticas, descontroladas. Una literatura controvertida sostenida por un escritor controvertido que no da entrevistas, que se lo conoce apenas por un par de fotos de espaldas. Un tipo raro y brillante.
Si para Borges la Historia universal es infamia y sueño, para Pynchon es una conspiración alucinada. No es inocente juntar estos dos escritores que comparten la mirada onírica, los juegos del lenguaje, las ironías, las formas laberínticas. Todo esto aparece en Vicio propio (la película) donde Paul Thomas Anderson retoma el estilo de la novela de Pynchon y le pone una desmesura de imágenes allí donde hubo palabras desmesuradas.
Vicio propio / Inherent Vice, EE.UU., 2014
Como ya lo hiciera con la excelente The Master (2012) Anderson retoma el tema del delirio estadounidense, de las conspiraciones y los grupos de poder; esta vez de la mano de Pynchon. La transposición del libro es genial porque Anderson recrea la clave de la novela (si es que hay una): sus imágenes de ensueño, fundidas en el humo de la marihuana que hacen que la lectura de los setenta- setenta, sea alucinada, descontrolada. El tema de fondo de la película es, justamente, la mirada de ese hombre que al comienzo de la película se despierta de un sueño hippón, desesperanzado, rodeado de aroma a marihuana, que como Stephan Dedalus – el célebre protagonista del Ulises de Joyce- pareciera pensar que la historia es una pesadilla de la que intenta despertar. De hecho el protagonista el detective “Doc” Sportiello despierta varias veces a lo largo de la película. Ese primer despertar es acompañado por la presencia casi onírica de su ex mujer, su amor eterno quien acude a él porque está metida en un lío de hombres, de política, de conspiraciones, de paranoias. Ella es la típica femme fatal vestida con los vestidos de los sesenta, maquillada como en los sesenta que viene a enredar la desprolijamente hilvanada vida del detective. La época son los primeros 70. El lugar, una pequeña ciudad costera llamada “Gordita” sobre los márgenes de Los Ángeles. La narradora, una voz en off encantadora, que a veces aparece como un fantasma drogado en el medio del relato, poniéndole rostro a la voz que conduce la narración y otras veces aparece como la velada psicoanalista del detective. Quizá haya ahí también una lectura ácida (hablando del tema) sobre el psicoanálisis. ”Doc” Sportiello cuando habla con sus extraños informantes, también tiene una libretita y anota sus interpretaciones. Como ya se dijo tantas veces, tal vez, todo es una cuestión de interpretación, desde el libro, hasta la película, desde los personajes hasta los relatos que la película ofrece. Pero volviendo al tema de la narradora, ella cuenta desde el presente, opinando y entrometiéndose en los vericuetos del relato y es ella la que cierra, contando melancólicamente acerca del “mar del tiempo” y del destino fracasado de Norteamérica. También en esta inclusión existe un sustrato interesante, el pasado y el presente, dos relatos que se mezclan, se pisan, se entrelazan, se mienten y se afianzan. Una manera de revisar el concepto filosófico acerca del tiempo, su transcurrir, su devenir y con él el peso de la Historia; ésa, escrita con mayúscula: la Gran Historia Americana y su sueño sesentoso donde EEUU es la madre adicta y donde la California Vigilante te observa siempre, donde Vietnam fue una locura y se persiguen con la pesadilla Mason- y la otra, la pequeña historia personal e íntima, donde, por ejemplo, con un romántico plano secuencia bajo la lluvia se recrea una adicción y un amor o viceversa, o ¿es lo mismo? El tema de la película es el cruce siempre fatal, siempre imponente de la Historia con la historia, el choque de los vicios públicos con los vicios privados. Y por supuesto, el cruel avance del capitalismo, que arrasa con todo, con tierras, con propiedades, con ideas, con cuerpos.
Es muy claro en la película que las mujeres son las que hacen avanzar el relato a fuerza de problematizarlo, de descontrolarlo; desde la narradora que lo abre y lo cierra, pasando por la ex novia que viene a contarle el conflicto al fiacoso detective, pasando por la mujer del magnate desaparecido y llegando hasta las prostitutas que le dan datos al detective. Este es el universo de las mujeres en el noire, aunque Vicio propio sea eso y mucho más.
inherentvicetrailer19El gran Joaquín Phoenix es “Doc” Sportiello, un detective extraño, melancólicamente hippie, que ya empieza a extrañar una época que supone no volverá, un buen tipo, un poco ingenuo, gracioso y desconfiado, bohemio y fumón que vive en un ecosistema rodeado de marginales (no por nada es un pueblito a la vera del mar, un pueblo fronterizo). Moldeado por Anderson sobre la base de los detectives de las películas y de la literatura negra más clásica, “Doc”, aparece como el fantasma hippie de Marlow. Enfrente, el policía rudo llamado Bigfoot, que la película misma se encarga de alistarlo en las filas del macho, machísimo John Wayne, un tipo tosco , malo, que se jacta tanto de su aspereza como de sus hallazgos y a la vez no para de comer helados de una manera bastante sensual (¿).Genial es la escena donde “Doc” despierta (otra vez!!) de un golpe, en el piso, afuera de un prostíbulo, al lado de un cadáver y puede entrever, desde el piso, la llegada “muy cowboy” del policía con un casi ejercito detrás. Los pasajes más divertidos, como cuando Doc decide ponerse los “trapitos” en el pelo para cambiar su peinado (dicen por ahí que Pynchon dijo “no me canso de repetirlo: cambia de peinado, cambia de vida” pero seguramente sea, como en todos los mitos, una ambigua verdad). Ante esta escena es imposible no recordar al Monzón de ruleros en Soñar Soñar, personaje con el que Sportiello tiene algunas semejanzas (¿habrá visto Anderson Soñar Soñar?) O el diálogo que tienen frente a frente el policía y “Doc” donde los gestos obscenos intentan suplir las palabras, o la entrada de “Doc” al prostíbulo donde dos chicas ofrecen el combo sexual del día, o la hilarante conversación con la supuesta viuda de un delincuente drogón –Owen Wilson- que ha desaparecido. Estas escenas, entre otras, imprimen a la película de un clima irónico, mostrando el carácter más débil de sus personajes, más humano, mas delirante. EEUU es un delirio que a veces es trágico y a veces cómico. Las hermandades arias, las sectas, los grupos de policías corruptos, el contrabando de drogas, la corrupción, la prostitución, las desapariciones, las muertes que no se concretan –temas que no son nuevos para Anderson-; son todos motivos que aparecen en la película que, en algún momento, parece perder el control y no está mal que así sea. Todos pierden el control en Vicio propio: el relato se vuelve un anacoluto, que para, que se desvía, que va y viene y se abre y pareciera descontrolarse. Sus personajes son descontrolados, la historia es descontrolada; la puesta en escena de la película es un descontrol. Sobre un relato más bien clásico (no deja de ser en la superficie la clásica historia de un detective) Anderson dibuja una forma moderna, donde aparecen imágenes que se superponen y se funden, mapas sobre cabezas en viaje, una cámara que empieza una secuencia con unas banderitas rojas flameando sobre un cielo extremadamente celeste y termina, cíclicamente en el mismo lugar, saltos de eje, miradas a cámara. La película es una película fumada, alucinada, que se desvanece y vuelve a tomar forma, que se desvía y retoma el camino. La América de los 60 fue alucinada, desquiciada y cuando esa euforia se desvanece sus personajes quedan sin rumbo, como Doc Sportiello, como su melancólica ex, como la narradora que guía a Sportiello, como Owen Wilson en la piel de un drogadicto simpático buchón que dan por muerto pero está vivo en una especie de secta atravesada por el fantasma de Manson.
Como en The Master, Anderson hace de nuevo una película genial. Esta vez de la mano de Pynchon –y los ecos eternos de El largo adiós de Raymond Chandler- y de nuevo con el protagonismo de Phoenix. Vicio propio es como un vicio, que te acompaña un tiempo largo después de verla, que no se puede dejar, que te da vuelta en la cabeza un tiempo largo, esas películas donde la música y las tramas y subtramas te transportan, como en una experiencia psicodélica y alucinada. Que hay que dejarla que te rebote en la cabeza, que se arme.
Vicio propio termina, allí donde empieza, casi con el mismo plano. Un pedacito de mar entre dos edificios, pero la imagen del final se ve invadida lateralmente por autos. Cierta idea de progreso, la llegada fatal del capitalismo, el avance de la tecnología es reforzada por la aparición, tímida, de los autos. Pasa que, en definitiva Vicio propio también habla sobre una época que se fue, que se está escapando, una época donde el fuego se está extinguiendo – por eso tanto humo, tanto humo- y otra época que llega. Anderson marca, con sutileza pero con firmeza, melancólicamente, con poesía y con conspiraciones ficcionales y reales; el final de una cultura, de un modo de vida, de una ideología.
Marcela Gamberini / Copyleft 2015