Existen pocos artistas estadounidenses, hoy en día, capaces de conseguir una coherencia narrativa y perfeccionismo en la realización de encuadres como Paul Thomas Anderson. La convergencia entre relato e imagen dan como resultado films, no solamente personales, sino que bordean la etiquetación de obra maestra.
Recientemente, se filtró en las redes sociales un pequeño montaje que muestra el primer y el último encuadre de cada película. Es asombroso encontrar una simetría visual en los primeros y últimos segundos de cada película de Anderson que cita este montaje aficionado. Las escenas pueden empezar y terminar en sitios completamente distintos, pero hay una simetría plástica pocas veces vista.
Anderson es un artesano meticuloso, un pintor del renacimiento con el intelecto de Leonardo Da Vinci o Stanley Kubrick. Pero a diferencia de los films del director de La naranja mecánica, envidiables de lo visual pero fríos en su contenido, la filmografía de Anderson consolida humor con diseño de personajes, dotando a sus obras de mayor calidez y empatía con el espectador.
Pero a no confundirse. Así como hay directores más interesados por la transparencia y humanidad de sus historias, hay intelectuales, cínicos como Anderson que pretenden mostrar –básicamente porque el cine se muestra, no se narra oralmente- mucho más de lo que se cuenta.
Anderson es discípulo de Kubrick y Robert Altman, pero bien podría ser un hijo no reconocido de Orson Welles.
Después de verdaderas joyas cinematográficas, que lamentablemente, no lograron conciliar a las masas, pero en el futuro imagino van a ser objeto de estudio más profundo, como fueron Petróleo sangriento y The Master, Anderson intentó volver a sus raíces menos solemnes con Vicio propio. Y acá vale la pena una aclaración. No es que a las películas mencionadas les falte humor, pero son tan cínicas en su construcción que pocos recordarán escenas sutilmente ridículas en ambas películas.
En Vicio… el ridículo está en primer plano. Anderson decide exprimir el lenguaje de Thomas Pynchon con una historia que se va complicando y delirando a medida que avanza. Podríamos citar como fuente narrativa a James Ellroy, padre contemporáneo de la novela noir y combinarla. Ahora imaginen que el narrador de esta historia fuera Hunter Thompson.
Años ´70. Larry Sportello, un detective privado demasiado adicto a la marihuana y la cerveza, recibe la visita de una ex novia que sospecha que su actual pareja va a estar involucrado en un crimen. Sportello se pone a investigar y pronto su novia también desaparece sin dejar rastros. Las pistas lo llevan al protagonista a meterse en prostíbulos, antros de drogas, yates de actores famosos y otros sitios no menos exóticos.
Anderson recurre a todos los clisés del género policial para retorcerlos absurdamente. Personajes, pasados de narcóticos, policías hiperviolentos, empresarios pedófilos y la cultura oriental se mezclan en una ciudad de Los Angeles hippie y adicta al flower power.
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Poco importan los retorcidos puntos de giro, un más absurdo que el anterior para el director. No se descuida un solo personaje ni una sola subtrama. Y sin embargo, lo que más se destaca es la composición pictórica de la imagen, la personalidad de un artista meticuloso, capaz de brindar en cada encuadre su mejor instinto para armonizar la plástica con la narración. No solamente es remarcable la fotografía de Robert Elswit –camarada ideal de Paul Thomas- sino también el diseño de vestuario y escenografía.
La banda de sonido a cargo de Johnny Greenwood –miembro de Radiohead- ayuda a llevar al espectador por este viaje lisérgico a otra década, con otros códigos y lenguajes. Es muy buena la selección musical que acompaña la sonorización instrumental.
El destacado elenco de grandes figuras, la mayoría en roles pequeños está a la altura del resto de la película. Desde el histriónico Josh Brolin hasta una contenida Reese Witherspoon, las participaciones secundarias, como siempre sucede en los films de Anderson, son maravillosas. Cuidado cada personaje en cada detalle.
Pero es en Joaquin Pheonix que ha encontrado un alter ego. Un actor camaleónico y misterioso, que le aporta humanidad y ternura a su Doc Sportello. Es un chico enamorado, un detective comprometido, pero también un adicto, perdido en su mundo de adicciones.
Sobrecargada de diálogos y nombres de personas y sitios, Vicio propio integra al espectador dentro de un laberinto satírico de la sociedad estadounidense de la década más liberal y controversial que vio el país.
Probablemente no sea el film más redondo de su prolífico director. Algunas escenas se extienden demasiado y hacen perder un poco el hilo conductor. Un hilo conductor que concientemente, a Anderson no le importa abandonar por media hora, porque la trama es una mera excusa para desnudar un universo propio, lleno de vicios propios y placeres culpables.
No hay dudas, que a medida que pasan los días, el film permite un análisis más interesante, y que como todos los trabajos de Anderson se convertirá en obra de culto. Paul Thomas Anderson, es el director del renacimiento, pero también sigue siendo el artista del futuro.