Doc, tirado en su sillón, fuma otro cigarro de marihuana. Su ropa desaliñada y veraniega y sus pómulos bronceados nos indican que muy cerca está la playa. Más concretamente, detrás de la casa que habita, desaliñada y veraniega como su ropa, se extiende el mar y su infinita sensación de libertad. La música acompaña excelentemente el clima. Hasta aquí, incipiente retrato de la época del amor libre y la experimentación de todo tipo. Excepto por el hecho de que Doc es un investigador privado y que su ex novia, luego de aparecerse de improviso en su casa y contarle un plan siniestro para hacer desaparecer a su nuevo novio, un magnate millonario, termina desapareciendo junto a él, quizás en un barco en altamar.
En su séptima película, Paul Thomas Anderson decide llevar al cine la novela homónima de Thomas Pynchon, editada en 2009. Se podría decir que ambos comparten una estética similar en relación a la estimulación hiperbólica de todo tipo: en los diálogos frenéticos, en los personajes excéntricos, en la trama enmarañada y en el consumo de drogas. La historia, que oscila ambivalente entre la comedia y el policial, pareciera funcionar solo como una excusa para contar un clima, el de finales de los 60 y la decadencia de todas sus proclamas. Ya no se puede esconder la violencia que se hace carne en el narcotráfico, en las políticas belicistas y en los asesinos desquiciados como Charles Manson. Shasta, su gran amor, a quien todavía no logró olvidar, está en manos de quién sabe qué grupo de personajes siniestros.
El “paz y amor” dura sólo segundos de película. Doc (Joaquin Phoenix), ante la desaparición de Shasta, deberá lidiar con un sinfín de personajes tanto o más excéntricos que él para llegar a la verdad. Su personalidad holgazana a lo Lebowsky le jugará una mala pasada en más de una ocasión. Su olfato detectivesco lo pondrá en riesgo otras tantas veces. El laberinto que debe sortear es indescifrable para el espectador, porque la narración se deshace en potenciales recorridos con múltiples personajes que entran y salen dejando huellas de historias paralelas inabordables. Quizás todo el entramado de situaciones exageradas y bizarras no es más que una excusa para captar de manera encarecidamente ambiciosa, como lo suele hacer Anderson, un estilo de vida que pereció hace tiempo.
Tanto la estética como la música tienen un valor intrínseco más allá del relato. Los escenarios psicodélicos, el vestuario retro, los pasadizos oscuros e inundados de niebla, las fiestas diurnas en las piletas de las mansiones, las sectas, los grupos narcos, los prostíbulos de ruta, son parte de un rompecabezas que la misma velocidad de los acontecimientos impide armar. Entonces uno se queda con esos detalles, esos gestos, algunas buenas actuaciones, situaciones simpáticas, un sinfín de componentes sueltos que son los que en definitiva construyen la película. La historia en sí importa poco: da lo mismo haber comenzado por el final o por el medio. La resolución se da tan naturalmente como lo fue la instalación del conflicto. No hubo tiempo para asimilar la ruptura del orden establecido y tampoco lo hubo para el reordenamiento del mismo. Todo sucede fugaz en estas casi tres horas de película en las que pareciera que no sucede mucho, o que suceden tantas cosas que al final no sucede ninguna, o que lo que sucede, por más estruendoso que parezca en su superficie, es tan volátil que es difícil de aprehender.
El vicio propio se define, en el universo de los seguros, como mala calidad, defecto o daño físico inherente a la naturaleza propia de los bienes o cosas aseguradas. En cierta medida, tanto los personajes como esa sociedad de la que forman parte, terminan siendo conscientes del daño intrínseco e irreparable. Una forma de vida, la de los 60, la del hipismo, de la marihuana y el amor libre, se está desvaneciendo por sus mismas contradicciones. Vicio propio es la alegoría del fin de una era.