Las mentiras institucionales Más cerca del enfoque oblicuo de Lovelace (2013), la biopic sobre Linda Lovelace, aquella actriz pornográfica que saltó a la fama con Garganta Profunda (Deep Throat, 1972), que del retrato tradicional de Big Eyes (2014), acerca de la pintora Margaret Keane, conocida en todo el mundo por los grandes ojos de los personajes de sus cuadros, Seberg (2019) evita examinar los inicios de la carrera de Jean Seberg, la mítica protagonista de Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, e icono de la Nouvelle Vague, con el objetivo de centrarse en la vigilancia, el acoso y la catarata de tormentos que sufrió la intérprete bajo la insistencia psicopática del FBI de J. Edgar Hoover dentro del denominado Programa de Contrainteligencia (COINTELPRO), una serie de operaciones encubiertas ilegales que la institución estatal llevó a cabo entre 1956 y 1971 para disgustar, amedrentar, perseguir, difamar públicamente y en última instancia eliminar a todos los líderes, voceros y figuras varias de la refulgente izquierda del momento (comunistas, pacifistas, activistas por los derechos civiles, feministas, ecologistas, dirigentes de los pueblos originarios, colectivos independentistas, militantes del espectro afroamericano y cualquiera clase de persona u organización que los fascistas en el poder considerasen un peligro o una oposición política). El film examina el hostigamiento por parte del buró hacia Seberg (Kristen Stewart) desde el momento en que entabla una relación romántica con Hakim Jamal (Anthony Mackie), un militante del heterogéneo movimiento Black Power, y comienza a hacer donaciones a la causa del fortalecimiento de la población negra en Estados Unidos. Aprovechando la fama internacional de ella y el hecho de que ambos estaban casados, Seberg con Romain Gary (Yvan Attal) y siendo madre del pequeño Alexandre Diego Gary (Gabriel Sky) y Jamal con la también activista Dorothy (Zazie Beetz), el FBI arremete con todo primero colocándole micrófonos y siguiendo a la norteamericana, luego poniendo en evidencia el affaire para que se le compliquen las cosas con su marido, y finalmente cayendo en barbaridades como matar a su mascota en una de las infinitas entradas ilegales a su hogar y acusarla -vía una “nota a pedido” de la revista Newsweek- de haber quedado embarazada de uno de los miembros más célebres de las Panteras Negras, Raymond Hewitt, cuando en realidad el hijo que esperaba era del estudiante revolucionario mexicano Carlos Ornelas Navarra, lo que derivó en estrés, un parto prematuro y la muerte de la beba dos días después de nacida, bautizada Nina Hart y velada a ataúd abierto para que todos vean el color de su piel, blanca. Si bien la película no aporta nada novedoso en lo que respecta a un tópico tan explorado como el presente y por momentos se hace evidente que tampoco aprovecha del todo esta aproximación tangencial a la vida, los padecimientos y el ideario político de izquierda de la actriz, especialmente porque se queda en ciertos gestos superficiales propios del thriller paranoico mainstream de conspiraciones gubernamentales que no calzan en esencia con lo que debería ser un drama testimonial más profundo y complejo, a decir verdad la labor de los guionistas Joe Shrapnel y Anna Waterhouse y del director Benedict Andrews, aquel de la interesante Una (2016), resulta bastante correcta gracias a que el equipo en su conjunto consigue mantener la tensión a lo largo del metraje mediante el excelente desempeño de Stewart, aquí sin duda ofreciendo una de las mejores interpretaciones de su carrera, y a través del ardid narrativo de subdividir las diferentes facetas/ “caras” del FBI en el caso, desde ese todopoderoso J. Edgar Hoover en las sombras y su personero de turno Frank Ellroy (Colm Meaney) hasta los dos agentes encargados en un primer momento de una investigación símil caza de brujas cada vez más ridícula e insignificante, Carl Kowalski (Vince Vaughn), todo un paladín cínico y autoritario de la derecha, y Jack Solomon (Jack O’Connell), un joven que pasa de recomendar a sus superiores el seguimiento de Seberg por su vínculo y diversas donaciones a Jamal a luego arrepentirse por haber puesto en marcha la maquinaría del espionaje y haberle ofrecido un objetivo de estas características, tan sincero y sutil en su ideología libertaria como ingenuo en lo que atañe a no predecir las consecuencias de sus actos en un ambiente social/ cultural exasperado en donde la extrema derecha en el poder recurría al horror y a muchas mentiras para conseguir lo que deseaba. Precisamente, la realización construye en paralelo la historia de la pobre Seberg, una verdadera mártir del cine y el arte que fue llevada a la locura y al eventual suicidio en 1979 por la administración de Richard Nixon, y la del “arrepentido progresivo” Solomon, casado a su vez con Linette (Margaret Qualley), una mujer que presencia el envilecimiento gradual de su esposo cortesía de la dialéctica institucional inmunda de los secretos oficiales y las operaciones tendientes al acecho sin cesar, la desacreditación popular y el encarcelamiento/ asesinato de los considerados “subversivos”, léase cualquier enemigo político que cuestione en serio el statu quo. La trayectoria de Jean, siempre dividida entre Hollywood y Europa, abarcó propuestas muy diferentes que van más allá de Sin Aliento, como por ejemplo los dos opus que encaró con Otto Preminger, Santa Juana (Saint Joan, 1957) y Buenos Días, Tristeza (Bonjour Tristesse, 1958), el par filmado con Claude Chabrol, La Línea de Demarcación (La Ligne de Démarcation, 1966) y El Camino de Corinto (La Route de Corinthe, 1967), la querida El Rugido del Ratón (The Mouse That Roared, 1959), los dos films dirigidos por su marido Romain Gary, Las Aves van a Morir al Perú (Les Oiseaux vont Mourir au Pérou, 1968) y Kill! (1971), la rareza El Atentado (L’Attentat, 1972) y finalmente las norteamericanas más tradicionales Que Nadie Escriba mi Epitafio (Let No Man Write My Epitaph, 1960), Lilith (1964), Sublime Locura (A Fine Madness, 1966), La Leyenda de la Ciudad sin Nombre (Paint Your Wagon, 1969) y Aeropuerto (Airport, 1970). Seberg no es ninguna maravilla del cine pero si la pensamos como una introducción a la figura de la actriz y a las listas negras tardías del mainstream yanqui, esas que también condenaron al semi ostracismo a la gran Jane Fonda, lo cierto es que cumple y dignifica…
En una de las primeras escenas de Vigilando a Jean Seberg, la actriz del título describe su trabajo en la industria del cine como “frívolo”. Irónicamente, la actriz que la encarna, Kristen Stewart, podría usar ese mismo término para referirse al film en cuestión y, si lo hiciese, uno difícilmente podría sorprenderse, mucho menos culparla por ello. Atrapada entre dos registros —ninguno de los cuales le sienta bien—, la película de Benedict Andrews acumula sin construir, progresa sin profundizar y su vacuo intento por retratar los últimos años de vida de Seberg se ve inevitablemente afectado por la superficialidad de su guión: moroso en el desarrollo de los personajes pero, sobre todo, falto de interés dramático. Teniendo en cuenta que se trata de un film basado en una cruenta historia real, con múltiples aristas y partes involucradas (estrellas de cine, agentes del FBI, Panteras Negras, etc.), esto último no deja de resultar desconcertante. En efecto, con su atento diseño de producción, vibrante paleta de colores y particular atención al detalle, Vigilando a Jean Seberg parece más interesada en ostentar el pintoresco reflejo de una época que en adentrarse en sus batallas ideológicas, en tratar de entender el accionar de los personajes o en elaborar algún tipo de pensamiento respecto de lo ocurrido, más allá de los monólogos de la protagonista. De hecho, y pese a sus declamatorias palabras, ni siquiera ella demuestra estar muy interiorizada con las ideas que defiende: vemos a la actriz de Sin aliento sacarse una foto con los Panteras Negras, donar dinero para su causa y encamarse con uno de sus líderes, pero no mucho más. De cualquier modo, eso fue suficiente para que, hacia fines de los sesenta, el FBI ordenara su seguimiento y escarnio público, una decisión que el film describe más como un capricho de J. Edgar Hoover (“Esto viene de arriba”, afirma el jefe de los agentes) que como una medida necesaria, y que acabó, por otra parte, llevando a Jean a la paranoia y, eventualmente, al suicidio. Sin embargo, desprovistas de una construcción paulatina y coherente, tales consecuencias emergen de un momento a otro en el relato: como quien sube una escalera salteando escalones, Andrews descuida y apura la progresión dramática en el segundo acto, desencadenando así que las resoluciones del tercero se sientan repentinas y carezcan de impacto emocional alguno. En parte, esto ocurre debido a la cuestionable estructura elegida: dispersa entre múltiples saltos, tanto temporales como espaciales (de París a Los Ángeles, de Los Ángeles a Nueva York, luego a México y finalmente de regreso a París), y apoyada en dos líneas narrativas de igual peso (la de Seberg y la del agente interpretado por Jack O’Connell, el otro protagonista), la acción avanza a los tropiezos y con escasa fluidez. Asimismo, ese doble punto de vista da lugar a la convivencia, infructuosa, de dos disímiles registros: por un lado, una convencional y solemne biopic y, por el otro, un thriller policial que, dicho sea de paso, es el responsable de los pocos momentos memorables de la película (tal como la secuencia del departamento, en la que el inesperado regreso de la actriz toma por sorpresa a los agentes in fraganti y éstos deben esconderse). Llegado el final del relato y tachados los últimos “datos biográficos a incluir” (tanto en el devenir de la trama como en las infaltables placas de texto previas a los créditos), poco queda para destacar de Vigilando a Jean Seberg. Ni siquiera la actuación de Stewart, cuyo innegable talento es tristemente desperdiciado a manos de un limitado papel que roza la unidimensionalidad: por momentos, el personaje aparece con un trago en la mano pero, si hay una adicción allí detrás, la misma jamás es trabajada; lo mismo ocurre con sus roles de madre y esposa, prácticamente intrascendentes, o con sus ya mencionadas convicciones políticas, muchas veces postuladas, pero rara vez puestas en práctica. En última instancia, son sus ataques de paranoia los únicos momentos en los que Andrews verdaderamente se empeña en que empaticemos con la protagonista, pero ni siquiera allí termina de lograrlo. De esta manera, contando con una actriz versátil y competente, un notable diseño de producción, un elenco de renombre —Vince Vaughn y Margaret Qualley, siempre es un gusto volver a verlos—, y una trama que incluye secretos de estado, infidelidades, espionaje, embarazos no deseados, racismo, rodajes, intentos de suicidio y tantas cosas más, Vigilando a Jean Seberg probablemente acabe llamando más la atención por aquello que podría haber sido que por aquello que efectivamente es: una película bastante poco vigilada, castigada por su propia frivolidad.
Crítica emitida en radio. Escuchar en link.
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Hace dos años se dio a conocer esta interesante obra, en la premiere del Festival de Venecia anual. Los tiempos pandémicos hacen que el producto llegue a nuestras pantallas y plataformas de streaming en la presente temporada, constituyendo una interesante intriga biográfica. Llevándonos de travesía hacia fines de los años ’60, nos coloca bajo la mirada de un joven agente del FBI a quien le es asignado el deber de investigar a la rebelde y huraña estrella cinematográfica Jean Seberg. Por aquellos años, la ciudad de Los Angeles hervía en masivos movimientos callejeros: Estados Unidos entera vivenciaba el fragor de la lucha por los derechos civiles. Allí estaba Seberg, poniendo en riesgo su carrera en la gran pantalla, involucrándose directamente con la causa Black Power. Esta es la historia que reconstruye Benedict Andrews, director teatral y cinematográfico responsable de “Una” (2016), su ópera prima y adaptación de la obra “Blackbird”, de David Harrower. Andrews recurre a la novel y talentosa actriz Kristen Stewart para encarnar al mito cinematográfico de Seberg. El arco evolutivo de Stewart, durante la última década, resulta francamente llamativo. De incipiente estrella adolescente para la saga “Crepúsculo” (2010) a actriz fetiche de Olivier Assayas; a las órdenes del cineasta francés rodó las impecables “Cloud of Sils María” (2014) y “Personal Shopper” (2016). Aquí, la fantástica Stewart deja cuerpo y alma en la piel de la malograda Seberg. Claramente, el film orbita alrededor suyo. En el lenguaje corporal y gestual de la actriz podemos palpar la tensión, la paranoia y la desesperación. En su pesadumbre captamos el camino errado sin retorno. El enigma de Seberg no da lugar a falsas interpretaciones: asistimos a un acto de autodestrucción. Concebida como una biopic convincente aunque sesgada acerca de una controvertida tragedia, el film profundiza en los temores que acechaban a la nativa de Iowa, fallecida en 1979, a la edad de 41 años. La bella y blonda Jean supo ser aquella frágil figura profundamente vinculada a la Nouvelle Vague, habiendo protagonizado ese clásico de culto y estandarte estético-conceptual de la vanguardia: “Al Final de la Escapada” (1959). Sin embargo, la tortuosa mártir que encarnara en la versión de Otto Preminger de “Juana de Arco” (1957) trazó, acaso, un cruel paralelismo con su vida privada: inestable, melancólica e interrumpida de modo abrupto, bajo causas jamás esclarecidas. Su turbulento activismo social y un matrimonio interracial, expuesto y vilipendiado por la prensa amarillista, minaron su delicada psiquis. Seberg, perseguida por el FBI, alimentó la polémica uniéndose a las controvertidas Panteras Negras. Stewart no puede hacerlo en forma más absorbente para tan consagratoria encarnación.