Dos cabalgan juntos.
Vikingo extrae a su personaje principal del anterior trabajo de Campusano, el documental sobre motoqueros Legión. Se trata justamente del propio Vikingo: un movimiento de cámara lo acerca al espectador, para terminar recortándolo en un plano ligeramente contrapicado sobre un fondo sonoro de guitarra eléctrica que opera a modo de fanfarria. Como su apodo permite suponer, este Vikingo del conurbano bonaerense pertenece a una estirpe de guerreros indomables. Desde el vamos, el director desdeña el arrebato antropológico, pero su cercanía con el mundo retratado es engañosa. La evidente simpatía de Campusano por los personajes no le impide mantener una distancia laboriosamente cimentada mediante la apelación a los géneros cinematográficos. Vikingo puede hacer acordar de manera fugaz a Los guerreros, la película que Walter Hill filmó a fines de los setentas a modo de actualización y a la vez canto de cisne del cine de pandillas. Allí, uno de los protagonistas recogía del suelo un ramo de flores de plástico, abandonada minutos antes por una pareja burguesa. En Vikingo la comunidad de motoqueros, que incluye amigos, mujeres, hijos y novias, saca provecho de los retazos que la sociedad formalmente aceptada y legitimada deja de lado. En la película de Hill, la policía constituía un grupo más en la lucha por la administración del poder disputado por bandas rivales. En cambio en Vikingo no hay Estado.
En una de las primeras escenas, el Vikingo encuentra a un tipo durmiendo entre cartones en una pieza abandonada. Pero lo que llama su atención sobre el hombre es una moto a medio construir que descansa a su lado. El Vikingo acaba de reconocer a su prójimo. Le trae algo de comer, comparan tatuajes y hablan de su gusto por las motocicletas. Al rato, el hombre que se presenta como Aguirre se instala en la casa del Vikingo ante la mirada hosca de su mujer. Bajo una lluvia que se abate sobre la precaria casa, la familia comparte la comida con el recién llegado. El exterior es salvaje y cruel con los que están solos, así que hay que juntarse y repartir el pan. Son momentos que parecen sacados de un relato sobre los cristianos primitivos, con la cósmica prescindencia de la mujer en el cuadro, ocupada en las tareas de la casa y en cuidar a los niños.
Los motoqueros de Campusano representan la supervivencia de un conjunto de valores en medio de un desmadre general, en el que una visión propia del mundo se resigna en el fragor de la lucha ciega por la supervivencia. El gusto por una cierta clase de música, por un saber común, por salir a los caminos en mutua compañía, conforma un credo y una pasión. La novedad es que ni siquiera el grupo cerrado de los fanáticos de las motos puede ya permanecer inmune. Un vendedor de repuestos le expone sus razones a Aguirre, que le reclama por la venta de piezas hacia fuera del país: “Me manejo según lo que dicta el mercado”, dice. La economía más o menos informal no escapa a las reglas generales de la desigualdad imperante. El suspenso explícito de la película, construido de manera más bien reglamentaria, se genera a partir del sobrino díscolo del Vikingo, que anda en compañías poco recomendables y parece que va a terminar mal de un momento a otro: durante algunos pasajes, Vikingo cede el paso al policial y produce estallidos secos de violencia por los que se cuela el comentario social que describe la situación en los barrios pobres del conurbano. Pero la tensión subterránea de la película es otra: esa congregación que resiste parece encontrarse al borde de sus fuerzas.
Vikingo está salpicada aquí y allá por hermosas escenas comunitarias que se encargan, por contraste, de remarcar la gris desolación del mundo circundante. Asados nocturnos, fiestas, bailes, música: como si se tratara de un John Ford proletarizado, la idea de colectividad, de un grupo de personas organizado al calor de intereses comunes, parece ser lo único en la película capaz de garantizar breves momentos de felicidad genuina. La diferencia fundamental radica en que no se trata esta vez de pioneros, de un conjunto humano que avanza hacia formas de organización cada vez más complejas, sino de una vuelta, un repliegue estratégico: en Vikingo fuera de la comunidad no hay nada. Un sistema moral de códigos más o menos rígidos es, en el universo de la película, una especie de fortaleza levantada frente al desamparo. En ese marco, la amistad masculina es el dato clave que le da forma al orden social y establece el núcleo fundamental de su conmovedora obstinación. Con Vikingo, Campusano construye un relato donde la devoción viril parece el último gesto de nobleza de un mundo que se convirtió en inhumano sin que nadie se diera cuenta.